Había un edificio medio arruinado frente a mi portal. En sus rejas verdes oxidadas atábamos la comba o la goma cuando solo éramos dos. Cuando salíamos más nos poníamos en lo que ahora es la glorieta y nos turnábamos para jugar o dar, como tiene que ser. Al lado del edificio en cuestión había un descampado y entre él y el barrio, una tapia. Al principio era de ladrillos y cemento, cuando la calle era de piedras y arena, antes de que la asfaltaran. Tenía unos cuantos boquetes, uno de ellos lo suficientemente grande como para permitirnos saltar al otro lado.

El otro lado era… un descampado sin más, lleno de malas hierbas y de piedras, probablemente con alguna rata, lagartijas y mariposas. Pero cuando tienes 6 o 7 años tener un descampado sin más enfrente de tu casa es tener el mundo a tus pies. Saltar la tapia era cruzar a una dimensión diferente, una a la que los mayores no podían acceder. Saltar la tapia era libertad.

Entonces aún era un barrio tranquilo, con edificios y casitas bajas. El panadero por ejemplo vivía en una de las casitas. Y sus nietos, aunque no vivían allí eran del barrio. No como los de la «urbanización» que construyeron a la izquierda de mi casa. Tres o cuatro edificios más altos con sus respectivas zonas ajardinadas y una valla infalible. «El Cándido» (ni idea de por qué la llamábamos así) y sus niños nunca fueron del barrio. Aunque ahora que lo pienso la amiga de mi hermana vivía allí. Pero nosotras, que éramos por lo menos cinco, nunca tuvimos amigas que vivieran allí. Nuria y sus hermanos vivían en el Paseo y sí eran de los nuestros, porque sus abuelos y tíos eran del barrio. Pero aquella gente se mudó allí cuando el barrio ya era nuestro, no pintaban nada, la verdad. Ellos tenían sus jardincitos y nosotros nuestra tapia, sin duda salíamos ganando.

Se podía jugar en cualquier parte por aquel entonces. Patines, pelotas, combas, gomas, canicas, clavos… Una vez asfaltado pintábamos en el suelo enormes patis, rayuelas, para los que no son de donde yo, usando trozos de ladrillo de la tapia. El barrio era nuestra play station. Y la tapia era uno de los juegos más divertidos.

Cada año había fiestas en el barrio ¿en agosto? Santo Tomás Cantuariense era el motivo, porque la iglesia estaba cruzando el Paseo. Las fiestas no correspondían con el santoral, pero claro, las fiestas buenas son en verano, eso lo sabe cualquiera.

Había verbena, juegos para los pequeños, concursos de comer manzanas, de encontrar monedas en barreños de harina, concursos de dibujo, de plastilina, bailes regionales, cabezudos… Qué buenas fiestas eran y qué bien lo pasábamos.

Un año se pintó la tapia de blanco y se ofreció como mural a los jóvenes talentos del barrio. Para tal propósito se arregló la tapia y se taparon los boquetes. Se acabó el saltarla y adentrarse en aquel terreno privado tan nuestro, donde ningún mayor había entrado nunca.

El barrio siguió cambiando, como todos los barrios, derribaron el edificio de rejas verdes oxidadas y por supuesto la tapia. Levantaron un edificio de no sé cuántas plantas, las calles se llenaron de coches y las verdaderas play stations invadieron los hogares de los niños.

No, qué va, no lo digo con pesar, ni creo que aquello fuera mejor que esto, ni nada por el estilo. Cada época tiene sus cosas buenas y malas, y cada niño es niño en el tiempo que le toca vivir. No es éste un relato de añoranza ni de desprecio hacia lo nuevo. Pero tener un barrio es algo que nunca se olvida, y si el barrio tiene una tapia ya…

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