Alzó su mirada a las alturas, necesitaba ver ¡Debía saber! esa era sin duda la razón de su existencia. Apoyó una mano en la roca, asió un saliente, aseguró una pierna, luego la otra, se elevó con esfuerzo sobre su miedo, se alzó sobre la superstición, ascendió, metro a metro, hasta sobrepasar las nubes que cubrían el Olimpo dejando tras él la oscuridad que oprimía la tierra. Agotado, con las sangrantes uñas destrozadas, alcanzó la cima ¿Dónde estaban? Restos ciclópeos de glorias pasadas hendían el suelo, torres profanadas por el fuego y la ira, polvo y vacío. Un viento helado ululaba entre las ajadas columnas dóricas, nada más se oía, nada; ni a Zeus tonante, ni el rítmico martillear en la fragua del cojo Hefesto, ni las bravatas del homicida Ares, ni el rozar del peplum de la dorada Hera por los áureos salones. Nadie. Nada en absoluto.

El hombre se desplomó sobre el enorme y ajado trono, desolado, hundió el rostro entre sus manos, a sus pies, borrosa, una leyenda admonitoria lo señalaba con el dedo: «Estás solo».

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