Los vasos sanguíneos de Madrid bombean vida a golpe de vagones. La lluvia, el sol, el día a o la noche son pasadizos oscuros a través de las ventanas inservibles. La gente en el metro parece entrar en una especie de trance. Miradas al suelo y manos sujetas a una misma barra que une a extraños que se conocen y a desconocidos que se tocan.

Es en el metro donde se hace más evidente ese abismo infranqueable que separa a dos personas cuyas respiraciones hasta llegan a mezclarse.
Aquel día iba sola, comiendo una manzana y con la lista de spotify en pausa. Iba sentada en la esquina de una hilera de asientos, protegida por el asiento de educación social que se deja siempre libre para no invadir la intimidad del otro , y otra persona; una mujer, sentada en el siguiente.

Las puertas se abrieron en Laguna, y entró una pareja que sobrepasaba los setenta. Me llamaron la atención los gestos de ella, que, como una niña , entró tirando de la mano de su marido como si fuera la primera cita de los enamorados . Ella, segura y emocionada. Él se dejaba llevar.

Como un resorte, todos los que estaban a su alrededor se levantaron para ofrecerles el asiento, ella fue descartando pretendientes para decidir sentarse en el asiento de educación social que otros tantos habían sorteado para no invadirme, el asiento contiguo al mío.

En el instante, me ofrecí a ceder el asiento a su marido, pero ambos se negaron en rotundo con una sonrisa. El se puso en frente de mi agarrado a la barra de metal y ella, sentada , rompió el abismo infranqueable poniendo su mano sobre mi muslo. Mi pierna, respondiendo al estímulo, se puso alerta en cuanto notó el contacto humano no conocido.

– Ni se te ocurra, que él es joven. La que esta mayor soy yo.

La mujer me contó que se había caído en la bañera y desde entonces su brazo derecho ya no respondía como debería. A medida que las estaciones pasaban, murmuraba sus nombres en voz baja con nostalgia para luego describirme aquel Madrid en el que había vivido hacía tantos años.

La incomodidad fue disminuyendo cuando comprendí que la mujer no hablaba conmigo, hablaba consigo misma y con Madrid, la ciudad donde comenzó su vida a los 26 años. «Tarde para la época», puntualizó. “Me vine a Madrid cuando me casé”. Su marido no apartaba la vista de ella y sonreía constantemente a pesar de de exhibir una sonrisa desdentada; “Y Madrid… que Madrid. No como el de ahora. Un Madrid de vestimentas”

Imaginé vestidos voluptuosos en tonos pastel, sombreros, chaqués y el picnic en el parque de San Isidro los Domingos. Las droguerías abarrotadas y los paseos por la Gran Vía . Terrazas, aperitivos y cervezas. Un Madrid distinto al mío, tal vez, pero de alguna forma también el mismo Madrid. En mi cabeza se entremezclaban los siglos, las épocas y la geografía. Yo dejaba vagar a mi memoria visual sin ponerle trabas con rigores históricos.

Era extraño escucharla hablar de aquel Madrid de gran estética en el espacio atemporal e impersonal del metro. Era obvio que el Madrid de las vestimentas no podía existir en presente. Hablaba con nostalgia , recordando su Madrid, pero también recordándose a ella.

De vez en cuando, para confirmar algunas dudas sobre su propio y personal rigor histórico, preguntaba datos a su marido, con el que había compartido toda una vida. Él contestaba orgulloso de poder ayudar.

¿Dónde está Madrid? era la pregunta que se quedaba en la comisura de sus labios cada vez que estos se tensaban para avivar su conversación conmigo. Esa pregunta se quedaba en las comisuras, latente, sin convertirse en fonemas que mi oído pudiera descifrar. Una pregunta íntima. ¿ Y mi Madrid? Entendía su confusión…Miraba a Madrid y Madrid había cambiado, ella se miraba en el espejo y y Madrid no la reconocía. Y, a decir verdad, ella tampoco.

El metro estaba acercándose a principie Pío.

– Nosotros nos bajamos aquí_dijo él.
– Yo voy donde tú me lleves_contestó ella.

En el vagón un músico callejero comenzó a cantar una canción de Perales. Ella alzó el cuello e y me lo señaló con el dedo, queriendo compartir conmigo ese pequeño placer. En un gesto de absoluta complicidad, él le tendió la mano a ella, como invitándola a bailar, para ayudarla a levantarse. Ella no dudó un solo segundo en tomarla y levantarse con algo de dificultad pero sin perder la pose. A trompicones que a mi me parecieron ágiles. Me miró por última vez muy sonriente y como solo las abuelas pueden despedirse me dijo:

– Bueno, adiós. Que sigas tan guapa como ahora, porque más no se puede.

Sí, doy fe que podría ser más guapa, pero también se que ella no podrá volver a ser más joven y disfrutar de la belleza que te regalan los años inexpertos. Salieron del metro y se perdieron entre la masa de desconocimos que nos rodean. Nunca más volveremos a vernos.
“Pregúntale, ¿Por qué ha robado un trozo de mi vida? Es un ladrón, que me ha robado todo” _Sonaba en el vagón. Entonces comprendí que esa canción era la perfecta banda sonora de Él, que ahora se alzaba ante mi como el gran protagonista de la escena. Era él quien cantaba implorando al tiempo donde habían quedado los años de aquel Madrid de las vestimentas que ya no existe y que se abrió como un esperanzador futuro ante los recién casados, donde ahora, años después, los votos que rezaban “Hasta que la muerte nos separe” , empezaban a tomarse más en serio. Era el quien también preguntaba ¿Donde está mi Madrid?

El tren llegó a Moncloa y volvió a mi la protección del abismo infranqueable que nos separa de los desconocidos. En mi cabeza seguía la sonando Perales, en Spotify sonaba otra cosa.

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