Un parque, un árbol, una infancia

Un parque, un árbol, una infancia


¡¡¡Fueron los mejores años de mi vida!!!. Transcurrían los años sesentas donde sin temor alguno jugábamos en la calle, caminábamos solos de la escuela a la casa, comprábamos las tortillas y regresábamos sanos y salvos a nuestros hogares. ¡Cómo anhelaba volver a Tlalpan! Ese mítico y legendario pueblo donde aprendí a disfrutar y padecer las experiencias que te van marcando un destino.

Dicen que infancia es destino y estoy convencida de ello, pues las diferentes etapas y situaciones que experimenté en esos años dejaron huellas y enseñanzas algunas de las cuales prevalecen hasta estos días.

Llegué a Tlalpan cuando tenía 9 años. A esa edad todo es nuevo y desconocido, sin embargo me fue muy fácil adaptarme ya que en el mismo colegio estaba la niña que vivió antes en la casa que ahora ocupaba con mi familia. Ella se había mudado al predio de al lado que era de su abuelo, así que se convirtió en mi eterna compañera de juegos. Cómo olvidar aquellos días en que al regresar de la escuela solíamos tocar los timbres de las casas y echábamos a correr, o cuando sigilosamente entrábamos a un restaurant que tenía pequeños kioscos en donde las parejas buscaban estar en intimidad y nosotras la interrumpíamos. Estas osadías no podría haberlas hecho yo sola, Bárbara. que así se llamaba y le hacía honor a su nombre, me enseñó a no tener miedo de arriesgarme a emprender cosas nuevas y a base de tenacidad y esfuerzo tratar de conseguir lo que me propusiera

La casa donde viví en la calle de Ajusco en el número 35, había sido construída de acuerdo a las condiciones económicas de los papás de Bárbaba y después a las de mis papás; cuarto por cuarto alrededor de un largo patio, así que la distribución no era una obra de arquitectura pero si era un hogar para mis hermanos, mis papás y para mí Teníamos un pequeño jardín que manteníamos verde al regarlo cada tercer día al atardecer.

Sobre la misma calle de Ajusco en la otra acera tuve el privilegio de ser vecina del parque de la colonia, Nadie se encargaba de cuidarlo, sin embargo, los árboles que enmarcaban el área eran frondosos y milagrosamente erguidos. La fuente nunca funcionó, pero servía de escaladora para los chicos. El mayor atractivo de ese parque y el corolario de ese episodio de mi vida fue el hermoso árbol que creció justo frente a mi casa. Ese árbol fue mi compañero de juegos durante varios años. Solía treparme en él con la agilidad de un gato, me acomodaba en un nicho que se formó con algunas ramas y sentada ahí, junto con Bárbara nos colocábamos una capa y una corona elaboradas por nosotras y nos autonombrábamos las reinas del parque. Pasábamos largas horas en nuestros tronos charlando acerca de mil cosas. Cuando empezamos a hablar de chicos fue como un valor entendido el que ya no subiríamos más a nuestros tronos.

Por esas fechas mi mamá convocaba a los 5 hijos a rezar el rosario hincados alrededor de su cama. Mi intuición me llevó a concluir que el motivo de este rezo tenía que ver con las largas ausencias de mi padre hasta que ya no regresó. Uno de mis hermanos, decidió irse al seminario, un tanto empujado por la situación en la casa pues mi mamá en su desesperación lo había hecho responsable de ser el «hombre de la casa». Veía con angustia que mi familia se desmembraba. Estos acontecimientos me pusieron en contacto con las primeras experiencias dolorosas de la vida, y aprendí de mi mamá que me podía caer pero en este juego no se valía quedarse en el suelo.

He regresado a Tlalpan, me he regocijado al recordar todas las aventuras que me dieron vida y estructura. Me he llenado de melancolía al recordar a mi madre. He abrazado a ese entrañable árbol que soportó mi peso durante horas, que disfrutó y toleró mis estados de ánimo y que fui muy feliz al compartir mi niñez con él. En agradecimiento lo he designado el depositario de mis cenizas cuando yo ya no esté, regresándole de esta manera un poco de tanta energía que me regaló.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS