Av. Tom Traugott Wildi, 804 – Praia Brava, Florianópolis, Brasil.

El calor nos sofoca, nos hace un poco más vagos, nos aplasta. Ese día hacía unos cuarenta grados centígrados, tal vez no me crean pero es que así es en los países cercanos al ecuador. Calor y humedad, si sabremos de esa combinación letal. No puedo confirmar el horario puesto que la arena y la sal no son compatibles con los relojes de este incesante mundo, pero puedo decirles que gracias a haber aprendido a leer el sol, darles una franja horaria bastante exacta no me es tan difícil. Doce y media, una tal vez, ni más ni menos.

Mis pies ya estaban acostumbrados al calor de las piedras de la calle y la arena, usualmente en este transcurso de tiempo y espacio para volver a casa andaría mirando las flores del camino. Tecomas. Amarillas como los canarios del patio con pétalos redondeados y carnosos, bellas como él mismísimo sol. En fin, ese día no las miré, había bajado la vista al piso y el gris de la acera me pareció lo más frío y nostálgico que había visto en mi vida, estaba hipnotizada pero tuve que dejar de observarlo porque la falta de circulación de mis dedos me imploró que cambiara el sillón playero de mano. Luego volví al piso. Cada dos pasos un par de pies me pasaban, casi siempre venían en dirección contraria, y sentía como me miraban, como si trataran de adivinar si en mi rostro reinaba una sonrisa vergonzosa o si escondía un par de ojos subrayados con agua y sal.

Un sonido rompió la paz del paraíso y escuché un grito agudo, de esos que reflejan enojo y frustración, luego una voz masculina. No alcancé a entender lo que decían, «a veces los extranjeros somos indiscretos y nos metemos en asuntos que no nos incumben» pensé. Ella encendió el auto pero frenó de golpe. Él le gritó. Ella le dió su respuesta con la voz quebrada y los ojos rojos. Ella frenó y arrancó de manera brusca un par de veces mas, estaba nerviosa y enojada, un poco triste tal vez. Los ánimos se caldeaban y ambos cuerpos subieron su temperatura. Me quedé mirando. El aire se tiño de violencia y el ambiente me olía a sangre. Estaba en la esquina, con los ojos clavados en ese pequeño carro blanco, no había notado que mis manos habían soltado de forma involuntaria el sillón y se había convertido en puños, y más irreflexiva fue aún la aceleración de mi corazón. De golpe estaba temiendo por ella, me había parado en la esquina porque sabía que su mano se levantaría y que ella la recibiría callada. Sabía que otra parte de su alma quedaría atada a ese auto y a esa mano, y que se rompería devuelta, en piezas más pequeñas. Pensé en las variables. El se podría bajar del coche y abrir la puerta del acompañante para sacarla haciendo fuerza con una mano en sus largos cabellos y otra en su delgado brazo, o ella se podría tirar, echándose a correr acera abajo de manera dificultosa debido a sus chanclas de goma. El podría perseguirla corriendo, o en automóvil, forzarla a irse a su lado, o solo dejarla ahí, esperando a un colectivo de línea para volver a un hogar que despertaba en ella más inseguridad que la de un callejón oscuro. Ella podría llamar a la policía, el podría ser más inteligente y sacarle el móvil, ella podría gritar y ser callada por una mano conocida pero aún así enemiga. En todos los escenarios posibles yo evaluaba mi papel. Que debería hacer, Cómo reaccionar.Mi instinto de supervivencia no funcionaba para conmigo sino que se encendía con un otro. Los vi por un largo tiempo, sus gritos inentendibles, sus manos todavía bajas. Busque en su fino rostro alguna señal de auxilio, estudié su cuerpo en busca de algún signo teñido de azul y malva, pero no vi nada.

El dejó de gritar. Ella nunca lloró. Yo seguía retraída en mi historia hasta que algo me desconcentró, de golpe los vi y logré entender que esa era una clase de manejo, y todos los detalles que no había visto se me dieron como una suerte de obviedad casi paralizante. El muchacho, dada su edad, tenía más probabilidades de ser su padre antes que su pareja, ella no sabía manejar muy bien los frenos por lo tanto generaba un andar brusco y accidentado. La pelea era sobre la falta de escucha ante los consejos y la testarudez de ella y la falta de tacto y paciencia por parte del padre.

Me quedé más tranquila, de a poco sentí la amargura irse de mi boca y el miedo dejar mi cuerpo. Vi el coche alejarse, seguí mi camino. Bajé la vista y el gris me seguía pareciendo frío, y aunque el sol azotaba mi piel y gotas de traspiración bajaban por mi frente, sentí que me volvía de piedra. Mi cuerpo se congeló y un pensamiento crudo como el invierno apareció en mi camino, y es que me di cuenta de que el brillo de la brea caliente funciona de espejo y que al final del día, la calle muestra cosas que la casa encierra.

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