Un sueño en el horizonte

Un sueño en el horizonte

Agitado por la travesía, con varios años encima, después de un largo viaje, la maleta a espaldas, el sudor incorregible expresandose de si mismo en la piel desgastada de un cuerpo mutilado desde hace décadas, estuve de vuelta y las puertas de la ciudad de Lima me recibía en enero con el verano dando sus primeros pasos.

Tome el metropolitano de la estación de México, me senté, y solo tuve que esperar para anclar hacia mi destino.

Cuando desembarque hacia la ultima estación, baje despacio cruzando las avenidas siguientes, una tienda de colchones en la esquina de la calle El Triangulo vacía y con otro color de pared, recordé la sonrisa de mamá al verme cuando venía del colegio; Sin embargo ese recuerdo solo quedo en mi pensamiento, el vacío que dejo en su lugar de trabajo fue inmensamente doloroso, ella acostumbraba vender sus golosinas en su vieja carreta azul desde la mañana hasta la medianoche es inevitable llorar, después de cinco años de su partida y veinte años de haber dejado de venir donde crecí, sin tener fotografías de los muchos cambios habituales que encontré ahora al pasar.

A mis seis años, me mandaban a recoger el diario de la mañana, con mis cincuenta centavos en el bolsillo, al caminar pase los mismos parques, las bancas hechas de cemento de color gris recién frescas, los árboles en cadena entre la avenida Bolognesi y la vereda peatonal me acompañaban cubriendome de los rayos de sol.

No sé si tengo la misma impresión al hallar los árboles, las bancas, y el parque donde salía a jugar «las chapadas», «las escondidas», «los siete pecados», «mundo», «San Miguel», «canicas», «mata gente» y demás con mis vecinos de la cuadra, seguramente me impresionó no ver arboles esta vez, ni el tronco cortado, las bancas rajadas, despintadas por el tiempo.

Las bodegas de las esquinas convertidas en farmacias, quizás podría ser por las enfermedades tan habituales en estas zonas, varios locales convertidas en «pequeños rebaños del señor» iglesias mormonas, evangélicas, con sus cantos de las diez del día y ocho de la noche, podría ser por el aumento de distracciones en todo el cono norte, grandes centros comerciales, discotecas, cines, bares, pollerías adornaban mis calles.

Me detuve de un momento a otro con la vista hacia el segundo y último parque antes de voltear a la izquierda, como no revivir «las pichangas» así llamamos al futbol que jugábamos en la urbanización en los días de semana por las tardes, sabíamos de la loza deportiva era pequeña para un once contra once, teníamos que recortar de seis contra seis y con un cuadrangular, recuerdo mi gol de zurda, mi novia en el palco con sus amigas mirando me alentaba y gritaba mis jugadas, ella me sonrió, me dio mi primer beso al acercarme con euforia, fue inesperado para un niño entrando a la pubertad.

No debería hablar de una parte especial de mi familia; Pero es indispensable ver que mi padre estuvo ausente en todo aquello relacionado conmigo, desde que tengo uso de razón, solo mi madre fue su reemplazo, y me ayudó con disfrutar la niñez al máximo, aprendí a jugar con el balón, y a manejar bicicleta, participé en distintos deportes y actividades culturales desde que ande de «calichin» en la escuela, mi padre murió sin poder tener la oportunidad de conocerlo hace treinta años, la misma edad que tengo, si lo recuerdo tan bien esta calle frente al parque fue porque lo atropellaron cuatro meses antes de nacer, lo supe por mamá cuando estuvo a mi lado.

La última parada hacia el destino, mi callecita enrejada de esquina a esquina, con el poco esfuerzo que me quedaba en mis pies de tanto caminar, observe hacia las casas de solo dos pisos, convertidas en edificios de cinco y seis, las veredas y las pistas arregladas, unos que otros vecinos que no están entre nosotros, y algunos chicos como fui yo, los vi pasar con sus niños en sus brazos, otros todavía solteros y profesionales, algunos manejan autos, y de enterarme hace poco a casa, uno de mis mejores amigos en el extranjero con un oficio y sueldo seguro.

El vecino más longevo de la calle, «mi viejo verde» así lo llamábamos todos mis amigos la que una vez rompí su ventana del segundo piso creyendome como mi jugador preferido Roberto Palacios con sus tiros libres bárbaros, me gritaba, y yo me escabuía de los coscorrones que podría recibir aunque me lo imaginaba el castigo, nunca se atrevió, solo fueron sus resondrones matonezcos que me dejaban sordo al intentar escucharlos ya casi no llegaba a oir lo último, me enteré de su muerte hace dos años, dejándome una lección.

Cuando llegue a la casa, mis padrinos quienes me apoyaron desde la muerte de mamá desde la distancia, por fin pude abrazarlos, como hecharse en la faz de tu cama mirando desde la ventana hacia la calle lo poco que quedó de mi, aunque de mi quedará para toda la vida este hogar, vivirá siempre en mi corazon hasta que deje de brillar en esta tierra.

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