La abuela de Lewis Carroll.

La abuela de Lewis Carroll.

Bochi Rutigliano

22/01/2019

La sombra del árbol que estaba en la puerta de casa daba una dimensión cierta del adentro y del afuera. A la mañana, la sombra inundaba el patio y por la tarde, había sol pleno. Era una magnolia inmensa que mi abuelo había plantado cuando llegó al barrio.

El juego predilecto de mi padre era “La Oca”. Allí los patos perdidos, en sesenta y tres casillas, pugnan por regresar a la granja. Dicen que el juego lo inventaron en medio oriente con fines pedagógicos. La idea era enseñarles a los niños que afuera estaba el peligro y adentro la seguridad del hogar. En el medio pasaban cosas raras que impedían que vuelvan. Entre ellas estaba la muerte.

Otra cosa que compartíamos era un problema de visión. En casa, todos sufríamos de miopía y por lo tanto, muchas veces veíamos cosas que no estaban. Gente que no era, objetos tirados en el parque que terminaban siendo pájaros y sombras que se transformaban en fantasmas. A cada una de esas cuestiones extrañas le pusimos el nombre de “japonerías”. Por ejemplo era frecuente escuchar: -Fulano ya está diciendo japonerías o ¿viste que se robaron la magnolia? y alguien le responde; -por favor no digas japonerías.

Todo esto lo decíamos puertas para adentro, porque en realidad nos daba mucha vergüenza creer en los fantasmas. También eso nos divertía mucho: cuando venían invitados le permitíamos ingresar por un rato a la locura familiar, y todo terminaba en risa.

La tarde que la abuela se perdió lo monstruoso tomó otro tono.

Con la plata del aguinaldo se había comprado unas zapatillas divinas que usaba solo para hacer running. Le gustaba en inglés, era así como se decía en la comunidad “Onda Verde”. La propuesta era que todos tenían que caminar al menos diez mil pasos por día. Como mi abuela no tenía un dispositivo en el celular, iba contando los pasos. En casa, entre todas las tareas, realizaba un promedio de dos mil doscientos veinte pasos. Por lo tanto tenía que salir a caminar, y eso implicaba riesgos.

Siempre tardaba lo mismo. Salía tipo siete de la tarde y volvía ocho menos cuarto. Esta vez, el tiempo transcurría y no había noticias. Esperé un rato más e intenté salir. Era más fuerte que yo, no pude. El afuera y el adentro habían quedado bien delimitados. Pero tenía que hacerlo: comencé a espiar desde la reja para ver si la veía conversando con una vecina. Pero no veía nada. Todo era oscuridad. Con los miopes pasa eso; con una serie de elementos de dudosa certeza (un color, un movimiento, un elemento) tenemos que componer una totalidad.

En un rapto de lucidez me di cuenta que adentro estaban las japonerías y afuera, la realidad. Casi una iluminación. Era paradójico pero debía admitir que para mí la luz define, explica y aclara demasiado. La casa como territorio de las bestias era pensada como algo más benigno que la propia calle.

El grupo de la comunidad “Onda Verde” vino a verla. Estaban preocupados porque ella siempre iba a la plaza y esa tarde no había concurrido. Les dijimos que se había ido de viaje para que no molestaran más, pero eso nos intranquilizó más aún. Nadie tenía idea de qué podría haber pasado con la abuela.

Estaba anocheciendo y teníamos que tomar una decisión. Cuando ocurrían estas cosas lo hablábamos en familia. Mi hermano se disculpó porque tenía un examen, y dejó la mesa. Por lo tanto quedé yo y Lewis Carol – el gato de la casa – como únicos garantes para ejecutar la misión. Mis padres, ni locos salían a esas horas.

Todos empezaron con las japonerías y nos asustamos mucho porque las variables eran muchas. Algunos hablaban de un viejo rencor que existía con el zapatero de la otra cuadra por una falsa deuda impaga. Papá habló de una supuesta iglesia de “La nueva era” que captaban viejos para robarle la herencia. Todo se puso peor cuando al revisar su mesita de luz se dieron cuenta de que no había llevado su dentadura postiza. No había dudas: o estaba acá y era invisible o había sido abducida por un plato volador.

Cuando quedé a cargo de la misión me di cuenta que tampoco estaba el gato. Quería salir a la calle, pero debía tener a mi gato que brindaba los servicios de ser contra fóbico. «No digas japonerías» dijo mi madre, pero nos dimos cuenta que Lewis Carol no estaba. Fuimos al fondo y nada, tampoco estaba en donde le dejábamos la comida. Revisamos la habitación y nada. Ahora las pérdidas eran dos. Un gato y una abuela sin dientes.

La noche transformaba todo en penumbras y nos tomamos de la mano. Esto era parte de un juego que hacíamos los sábados a la noche para comunicarnos con los espíritus. No sé por qué pero una fuerza del más allá nos condujo a la puerta. No veíamos nada pero podíamos escuchar bien. Nos quedamos quietos y tratamos de percibir alguna señal. Desde el cielo se escuchaba una especie de chiflido mesclado con un aullido agudo. ¿Serían los seres de otro plantea que estaban intentando comunicarse? Desde nuestra posición, sólo se divisaban unas zapatillas rojas arriba del árbol. Allí fue que pudimos reconstruir la escena y darnos cuenta que la abuela se había subido a la magnolia para rescatar a Lewis Carol. La falta de dientes sólo le permitía lanzar una especie de silbido y la gata, más aterrada que mi abuela, apenas chillaba. Cuando bajaron las dos, todos nos tranquilizamos y nos metimos en la casa.

Luego de un rato para distendernos comenzamos a jugar a la Oca. El azar dispuso que mi abuela cayera en la casilla cincuenta y dos: la cárcel. Congruencia del juego y la realidad porque quien cae allí, solo puede seguir jugando si te rescata otro participante. Nos miramos entre todos, pero no vimos nada.

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