Es muy poco lo que queda de la auténtica Picasa. Aquellas solitarias mañanas de verano en las que don Emiliano silbaba tranquilo por la costanera y las olas se deshacían contra las rocas en un espectáculo de danza sin testigos. Los niños remontaban barriletes y las parejas se deleitaban frente al atardecer. Nos llamábamos por nuestros nombres y nos saludábamos en las esquinas. Recordábamos nuestros cumpleaños y nuestros números de teléfono. Calles de tierra, sonrisas conocidas y siempre un hombro donde llorar.

Era el progreso, decían. Aún recuerdo el acto inaugural como si fuera ayer. Habían pavimentado los 70 kilómetros que nos separaban del Palmar y con la obra terminada del nuevo puente, La Picasa pasaba a formar parte de la lista de paraísos alcanzables. El acceso al pueblo era un hecho, con ello llegaría el turismo, el trabajo y la prosperidad anunciada.

–Señores concejales, amigos y amigas, vecinos y público en general, sean ustedes muy bienvenidos. Una vez cortada esta cinta y acabada la ceremonia, La Picasa recibirá cientos de nuevos visitantes que podrán disfrutar de estos paisajes únicos –anunciaba el intendente entre los ensordecedores aplausos.

Por primera vez en la historia universal, un político se dignaba a decir la verdad, al menos de manera parcial. Porque esos cientos se transformaron en miles y modificaron el rumbo de este pequeño pueblo de pescadores, hasta convertirlo en las migajas de lo que La Picasa algún día supo ser.

Donde había tierra, ahora asfalto, donde habían kilómetros de playa para caminar en busca de caracolas, ahora sombrillas abarrotadas. En el viejo anfiteatro municipal quieren plantar un centro comercial y no se han animado a construir canchas de pádel en la costa de Punta Colorada, porque todavía sobrevive algún que otro lobo marino. Sólo nos queda una luz de esperanza en este pueblo y es la callecita del bar La Perla.

Los que nacimos acá y vivimos la metamorfosis de La Picasa nos resistimos a llamar a las calles por sus respectivos nombres. Por mucho que les hayan asignado antiguos presidentes, grandes batallas o fechas patrias, para nosotros la calle de la Vieja Vizcacha, sigue siendo la de la Vieja Vizcacha, lo mismo la del Club Experimental o la callecita La Perla, la única huella del pueblo antiguo.

Es cortita, cincuenta metros. No llega ni a callejón. Tiene una vereda angosta y dos sauces eléctricos en la puerta de La Perla. Nada del otro mundo, no ganaría ningún concurso de postales, pero es lo más nuestro que tenemos.

El problema es que no somos los únicos que sabemos de la existencia de este oasis. Los turistas se fueron enterando de a poco a través de esas páginas de sugerencias absurdas en la que la gente deja recomendaciones de viajes. Suben fotografías y videos de lugares de todo el mundo, dan su veredicto sobre la comida de un restaurante, aconsejan sobre el punto ideal para tomar una panorámica y una infinita lista de estupideces propias de la autorreferencia.

Es así como los necios conforman un rebaño y comienzan a vivir los viajes de otros. Sacan las mismas fotografías, ven las mismas obras de teatro y ese proceso globalizante va convirtiendo a la gente en copias sin criterio. Por las calles de La Picasa son una plaga, los ves caminar en grupo, pidiendo los mismos sabores de helado y estallando en gordas carcajadas frente a anécdotas casi idénticas.

La cuestión es que dentro de esta lista extensa de páginas, existe una que se jacta de lo contrario. Es decir, se consideran exploradores en busca de nuevos lugares, vírgenes y desconocidos. Éstos son el verdadero enemigo. Porque a través de sus expediciones van conquistando la poca autenticidad que les queda a los pueblos como La Picasa.

Cuando la vi publicada en esa página, tal como la llamamos nosotros, callecita La Perla, casi me infarto. Rememoré aquellas largas tardes jugando a la pelota con los hermanos Cancio, doña Marta tomando mates bajo la sombra del sauce y el Manchitas intentando mordernos los tobillos mientras pasábamos en bicicleta. Me dije, algo tengo que hacer para conservar este pedacito de historia, porque algún día los hijos de mis hijos me lo agradecerán.

Inventé varios perfiles falsos y largué la artillería pesada: “No es lo que prometen las fotos”, “¡Vaya desilusión!”, “Un callejón y dos árboles mal podados”, “Devuélvanme los dos minutos que me tomó recorrer esa calle de mierda”. Luego comencé a poner carteles con indicaciones incorrectas, que al parecer funcionan, porque he visto grupos de turistas sacando fotos en un terreno baldío creyendo estar en la Perla.

No sé cuáles serán mis próximas estrategias. No descarto amurallar las dos esquinas, eso dependerá de la insistencia del enemigo. Pero de lo que estoy seguro es que lucharé hasta el final de mis días para conservar nuestro último vestigio de identidad. La callecita La Perla, no se toca.

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