Lo que voy a contar sucedió cuando yo tenía sólo siete años, el año en que la muda mató a un hombre, el año en que mi padre lo resucitó, el año en que dejé de jugar a Verdad o Mentira.

Mi padre se llamaba Jesús y era practicante en un pueblo pequeño pero feo, como le gustaba describirlo a él. Básicamente su trabajo consistía en poner inyecciones. Su consulta la tenía en casa, con puerta a la calle, donde la gente entraba no directamente a la consulta sino en una sala de espera. La calle era estrecha y corta y la gente se amontonaba en esa sala como si de un cine se tratara.

En esta calle he jugado, algunas veces sola con una pelota y una pared y la mayoría de las veces con mis dos mejores amigas, Mirian y Elisa, las dos vecinas. Jugábamos a la comba, a la goma, al pilla-pilla, a la pídola, al burro, a los enemigos, a la pelota, a saltar desde lo más alto, al escondite, a adivinar películas, al teléfono escacharrado, a poner nombres a las estrellas, a adivinar el futuro, a escribir secretos invisibles con zumo de limón en un papel cuadriculado. Pero sobre todo, lo que más nos gustaba era contarnos historias y adivinar si eran reales o inventadas. Le llamábamos el juego de Verdad o Mentira. Si asegurábamos que era verdad, teníamos que ir al sitio donde ocurría la historia y demostrarlo. Así que las historias que nos contábamos tenían que pasar normalmente en las casas vecinas. Como este juego nos lo tomábamos muy en serio, teníamos la manía de meternos en las casas ajenas y enterarnos de todo lo que pasaba. Así descubrimos muchos secretos, algunos muy inocentes, como el del agua, por ejemplo. La Puri echaba agua a la botella de vino para que su marido no se emborrachara en las comidas. O la Nina, que hacía lo mismo en la leche que luego vendía. También descubrimos otros, como el del marido de la peluquera que se hacía carantoñas con el hijo del del cine en el corral de su casa que daba pared con pared con la casa de Elisa.

Una de las vecinas de mi calle era una mujer que no podía hablar y era conocida por todos como “la muda”. Nunca supimos su nombre real, pero era nuestra mayor abastecedora de historias. La muda tenía mucho carácter y tenía mucha necesidad de hacerse entender y siempre que nos veía pasar por delante de su casa nos llamaba. Casi siempre estaba enfadada, y se dedicaba a dar alaridos y a mover mucho los brazos y a señalarse distintos sitios del cuerpo. Como ni ella ni nosotras conocíamos el lenguaje de signos, era como jugar a la mímica con ella y adivinar lo que decía.

Un día vi pasar a un hombre a casa de la muda justo antes de bajar a la calle. Cuando nos pusimos a jugar a Verdad o Mentira, se me ocurrió decir que la muda había matado a un hombre. Enseguida, mis amigas gritaron que era mentira y yo dije que era verdad, y me pidieron que diera más explicaciones. Yo les describí con todo tipo de detalles cómo era el hombre que había visto entrar y les dije también cómo la muda lo había matado. Mis amigas no se creyeron ni una palabra, así que fuimos hacia la casa de la muda a comprobarlo. Cuando nos íbamos acercando, vimos a ésta más alterada de lo normal y nos llamó moviendo las manos para que entráramos a su casa. Cuando entramos, vimos a un muerto tirado en el suelo del patio. Era el mismo hombre que yo les había descrito. Mis amigas y yo no podíamos creer lo que estábamos viendo pero gritamos a la vez: “¡era verdad!”. La muda nos lanzó uno de esos sonidos extraños suyos y un buen meneo para que pidiéramos ayuda, así que salimos de allí horrorizadas.

Enseguida, la gente de la sala de espera avisó a mi padre, que vino corriendo y cuando vio al muerto, le cogió la muñeca izquierda con su mano derecha y después de unos segundos dijo: “nada”. Dejó la muñeca y puso el dedo índice y corazón en el lado izquierdo del cuello y el pulgar en el derecho y volvió a decir: “nada”. Luego, acercó su oreja izquierda a la altura del pecho del muerto y gritó: “Silencio, que no me dejáis oír nada”. Y es que todo el pueblo se había metido en casa de la muda y no paraban de cuchichear. Por lo visto, el muerto era el sobrino de la muda que se acababa de mudar de la ciudad por no sé qué lío de faldas.

De pronto, algo debió oír mi padre porque le buscó la lengua y tiró de ella hasta que se la sacó fuera de la boca. Entonces, el hombre empezó a hacer movimientos muy rápidos y extraños con su cuerpo. Mi padre lo sujetó como pudo para que no se diera golpes en la cabeza y le metió un pañuelo en la boca que el hombre mordía con fuerza. Estos movimientos diabólicos duraron unos minutos y después, el hombre dejó de hacerlos, abrió los ojos y se agarró a mi padre con fuerza, llorando y dándole las gracias. Los allí presentes, que ya digo que era todo el pueblo, no podían creer lo que habían visto y empezaron a hablar de milagros. Después, ya se supo que éste fue el primer ataque epiléptico de muchos más que tuvo este hombre, pero nunca fueron tan impactantes como éste, en el que todos creímos que mi padre era Dios resucitando a los muertos y yo, en secreto, me torturaba pensando que era el mismo demonio matando con sólo imaginarlo. Así dejé de jugar a Verdad o Mentira.

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