A finales de los años 60, la gran familia española, hoy en vías de extinción, dio a luz a un buen número de hijos de clase media trabajadora, que crecieron bajo la atenta mirada de casas de puertas y ventanas abiertas, en torno a calles de tierra, testigos mudos de su infancia y juventud.

Los tejares, la industria del amoníaco y la textil de Intelhorce, atrajeron a parejas jóvenes desde Cártama, Antequera, Linares, las Gabias y otros pueblos andaluces, que autoconstruyeron sus viviendas y fueron conformando las distintas calles que ampliaron la barriada de Campanillas en Málaga.

Frente a una huerta de regadío y cerca de una plantación de cañas de azúcar, granjas de gallinas ponedoras y una fábrica de cemento, nació el camino de los Martínez. Mi calle de ayer.

Desde que con apenas tres años, pelito rubio y dos coletas, llegué junto con mi familia, pasé a ser una más de los habitantes de estas tierras.

En casa, con dos perros, un gato, una bomba de agua y un limonero en el patio; fuimos sumando habitaciones, a la par que la familia iba aumentando.

Mi calle fue campo de fútbol improvisado. A veces cancha de baloncesto. Con guisos dibujados sobre el suelo. Con críos jugando al escondite, al trompo o las canicas, las cartas, los cromos y el parchís. Ecos de risas y gritos, llantos y enfados, paseos en bicis compartidas y juegos hasta que se ponía el sol.

Aderezada con olor a comida casera y meriendas con sabor a pan con mantequilla, Phoskitos o Bollycaos.

Navidades con aroma a pino y dulzor a roscos de huevo y cabello de ángel. Convertida en una gran fiesta el día de reyes. Los nuevos balones golpeaban con fuerza la fachada de los vecinos, entre la música de carruseles, arcos de flechas y pistolas varias.

La visita diaria del panadero propiciaba corrillos de vecinas, que en bata e incluso con los rulos puestos, en torno a la furgoneta de reparto, aprovechaban para ponerse al día.

“El de la fruta”, “el pescadero” y“el del butano” anunciaban su llegada, cada uno de ellos con un toque de claxon característico.

“El quinquillero” ofrecía entre sus clientas todo tipo de prendas de ropa. Entre juegos de sábanas y camisetas de interior de invierno, que podían abonar en cómodos plazos, en visitas sucesivas.

A estos se irían sumando, “la del oro” que con su muestrario abastecía de todo tipo de joyas que pudieran necesitarse, para cualquier ocasión. La repartidora de Avon con su catálogo de perfumes, cremas y cosméticos varios.

Y con el tiempo también las reuniones de Tupperware, se hicieron presentes en las casas de las propias vecinas. A las que acudían todas, para adquirir productos, si es que necesitaban algo y tomar café y pastas.

Todos ellos, incluso “el de los ciegos” (vendedor de la ONCE),“ el de los muertos” (de la compañía de decesos) y algún que otro vendedor ocasional de cualquier producto formaban parte de esa calle viva y bulliciosa, que olía a caldo del puchero con hierbabuena y sonaba a música de radio con las melodías de moda.

En ella, calle arriba, calle abajo, fui creciendo canturreando, corriendo bajo la lluvia y pisando charcos. Rodeada de niños, que compartimos con hermanos ropa, calzado y libros. Siendo pioneros del reciclaje, sin tener contenedores de colores. Que pasábamos de curso, solo si aprobábamos y al nombre del profe, le poníamos siempre delante ese “Don” ya suprimido. Y que cargábamos con mochilas sin ruedas y entre idas y venidas, fomentábamos amistades, que perdurarán de por vida.

Más tarde, fuimos adolescentes que caímos de la moto e hicimos piarda en el instituto y nadie se chivó; que disfrutamos el amor primero y tuvimos todo tipo de amistades, sin filtros parentales.

Nuestros actos, tenían consecuencias y nos fuimos forjando con nuestras propias experiencias.

La protección de estas casas amigas, nos dio aires de libertad. Vivimos sin miedo, ajenos a cualquier peligro que nos pudiera acechar.

Los vecinos, todos y cada uno de ellos conocidos y de fiar, velaron por nosotros, siendo los faros que alumbraron en la oscuridad. Siempre había alguien dispuesto a prestarte un huevo, un poquito de azúcar o sal. Ellos me llamaban Nasni y yo a ellos, María, Mercedes o Juan…

Hoy, pasados los años, cubierta de un nuevo asfalto que borró para siempre nuestros pasos, con fachadas remodeladas y coloridas, la calle permanece altiva, distante y casi fría.

Triste por las luces ya apagadas y tantas sillas vacías; se niega a aprender los nuevos nombres de los que ahora la habitan.

Quizás necesite tiempo para olvidar o tal vez nunca vuelva a ser la misma y acabe convirtiéndose en una calle más, sin alma, sin luz, sin vida.

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