La canchita del barrio

La canchita del barrio

Anónimo

17/01/2019

Una taza de té con limón y miel sobre la mesa, mi pipa sobre el cenicero aún apagada e invitándome a encenderla; el viento mece los árboles con suaves canciones melodiosas mientras que a lo lejos se oyen gritos de niños jugando.

«Qué tan lejano y cercano es el tiempo que, cerrando mis párpados me transporta a aquellos lugares en donde alguien cualquiera o como yo, ahora estuviera escuchando mis chillidos de diversión»

Eran las 4 de la tarde del domingo y junto a mi hermano nos disponíamos a huir de casa, por así decirlo; porque cada vez que cualquiera de los dos agarraba la pelota era costumbre de mis padres el ver alguna tarea a medio hacer o inventar una nueva para retrasarnos a la habitual reunión en la canchita del barrio, algo que aborrecíamos haciéndonos poner de mal humor. Podría jurar que a nuestras espaldas ellos reflejaban una pequeña mueca de satisfacción en sus labios, solo por mera picardía, ¡claro está!

¡Así que!… Al finalizar lo que sea que teníamos que hacer, entonces sí, desaparecíamos y pareciera mentira, pero con más ánimo y alegría de pisar la tan ansiada «vereda de la libertad».

Corríamos hacia la vuelta de casa que era donde estaba nuestro punto mágico de reunión, disputándonos la pelota «la reina del espectáculo» a la cual nadie quería dejar de poseer. El encuentro con los amigos sentados esperándonos, o más bien a ella, la previa al inicio del partido con el famoso pan y queso que mayormente lo hacían los que mejor jugaban; que en ese caso no era ni mi hermano ni yo ¡uff!

En ese tiempo nunca me puse a reflexionar que tenía que ver el jugar bien o no con la alegría de pasar un agradable momento, pero bueno ¡ahí se va! Siempre esperaba a ser el primero, pero nunca era así, por lo que al ser de los últimos elegidos era lógico que el arco era mi parada final. No me molestaba, ya que ese lugar poco deseado por los habilidosos me era grato; es que también me brindaba el grado de espectador, hasta que venía la pelota y sin darme cuenta en lo que estaba haciendo, la presumida redonda entraba muy sigilosamente por el costado de la piedra; que era el supuesto arco y… ¡Goool! gritaban y saltaban alocados los del equipo rival mientras que un enjambre de miradas punzantes veían el punto rojo en mí, donde iban dirigidos todos los dardos acusadores. ¡Heee! ¡bueno, no la vi! Clásico argumento para eludir la situación.

El tiempo transcurría y en definitiva; no lo tenía en cuenta. La tarde se despedía junto al sol en el ocaso y de diferentes puntos cardinales emergía la voz de alguna que otra mamá avisando que la hora ya había acabado.

La canchita, aun con las huellas frescas de pisadas, barridas, transpiraciones, gritos y demás, se ha dejado escribir otro recuerdo en su libro de la historia del barrio en su memoria, en el cual «viven dentro de mí».

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