Viernes, miraba nuevamente su reloj, faltaba poco. Pasaba más lento que de costumbre el tiempo este día de la semana. Apenas llegaba del colegio, se preparaba para esperarlo. No había mucho donde elegir, pero sus jeans ajustados y su blusa blanca impecable, hacían juego con sus labios apenas rosados, tono logrado con su brillo con sabor, que fue el primer regalo que recibió de él. Una vez más, se asomaba a la ventana ante el menor ruido de pasos. Tenía lista su carta, esa que escribía día a día, al anochecer, cuando su recuerdo la invadía antes de dormir con la ilusión de que apareciera en sus sueños. ¡¡¡El perfume!!! lo había olvidado, ese cítrico aroma que despedía juventud. Lo aplicaba como había aprendido, detrás de las orejas, en la bajada del mentón y en las muñecas de sus manos. Ahora sí, ya estaba lista y la hora no avanzaba. Volvió a mirarse al espejo, ordenó su cabello, apretó sus mejillas y mordió sus labios para que tomaran más color. Pasos nuevamente, no fue necesario asomarse para saber que era él. El aroma de su perfume se adelantaba provocando que su corazón comenzara a latir de manera acelerada, sentía que se escapaba de su pecho. Lo reconocía, sabía que era él. Abrió delicadamente la puerta, no quería demostrar su ansiedad. «Hola» dijo él al verla plasmando en sus labios un beso suave y corto, ella, respondió con su sonrisa que iluminaba todo. Se tomaron de la mano y salieron a la calle, esa avenida que también los esperaba. Poco a poco se iban acercando más el uno al otro y brotaba otro beso cuando intercambiaron sus cartas, con todas esas palabras que no se habían dicho. Pareciera que no existía nadie más. No escuchaban el murmullo de la gente, los ladridos de perros, los vehículos al pasar, no sentían el viento que les dejaba caer una lluvia de hojas secas en su trayecto y que crujían cuando las pisaban. No era la misma calle, era distinta esta vez en el que sus miradas se llenaban de amor, por el solo hecho de estar juntos. Llegaron a la pequeña plaza del barrio y buscaron el bloque de cemento que semejaba una banca, la misma de todos los viernes. Se sentaron, se miraron y leyeron sus cartas. Un nuevo beso selló ese momento, pero ya no temían ser observados, sus brazos se entrelazaban en el cuerpo del otro queriendo fundirse. «Te extrañé» decía dulcemente ella, «yo también» repetía él besando su frente.

¡Qué días aquellos! murmuraba para sí Trinidad, al mirar a su alrededor y ver que la plaza seguía intacta, los árboles también estaban añosos, como ella y esa banca que fue testigo de su amor, ahora llena de dibujos sin sentido, trozos menos, pero ahí estaba, junto a esa avenida que recorrió tantos días viernes. Esa fugaz imagen en su mente, le permitía sentir esa misma emoción, ese mismo amor juvenil que acompañó su larga vida, esa sensación de estar ahí, ahora, esperando, pero ya no a su amor, sino al olvido, ese que carcomía sus recuerdos, que la dejaba sin pasado. Miró a su hijo y le dijo que estaba lista, podían partir a ese lugar donde ya no se tejerían historias. Había llenado nuevamente su corazón y mente de esos dulces momentos vividos, se habían refrescado sus remembranzas. No sabía por cuánto tiempo serían su conexión con el mundo que dejaba, en el que se convertía en extraña cada mañana, esperando que brotarán evocaciones para saber que tenía raíces y que sí estaba inserta en esa realidad que habitaba en su frágil memoria. Su hijo la tomó del brazo, miró en la profundidad de sus ojos marrones, percibía su angustia y resignación. Acarició sus manos y acompañó su andar pausado. «Este lugar tiene historia» hijo, «si te contara», le decía en un tono de añoranza y complicidad y en un vano intento por demostrar su lucidez. Claro que conocía la historia, la había escuchado mil veces, y un poco más, es que sólo el amor es capaz de convertir en recuerdos indestructibles los momentos de tu vida y sabía que para esa, ahora débil mujer, ese recuerdo era fruto de su gran y único amor. Vamos pues, sentenciaba una vez más ella, quería apurar ese trago amargo, la estaban esperando en el lugar que sería su nuevo hogar. En ese inusual momento de coherencia y claridad, sabía dónde iba, se sentía preparada para iniciar ese viaje, sin retorno, pero le temía a la soledad. Apretó la mano de su hijo y con su mirada llena de amor le suplicó que no la olvidara. Él entendió, besó su frente y caminaron por esa calle, como lo hacía ella, esos viernes de antaño.

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