Entre claveles y rosas

Entre claveles y rosas

Josué Mares

15/01/2019

Cuando niño tenía un par de zapatillas que me gustaban mucho, porque cada vez que daba un paso encendían unas lucecitas en los talones. Sentía que con ellas podía correr más veloz. Hasta hacía un sonido de tan rápido que iba; un sonido de esos que hacen los automóviles o el viento cuando sopla impetuoso en campo abierto, aunque confieso que en realidad lo hacía con la boca, pensando que nadie lo notaría. Corría con los brazos extendidos por la calle Las Acacias, sin alejarme más allá de la palmera, y no faltaba quien se uniera a mi carrera. No sé bien cuándo ocurrió, supongo que se estropearon, pero sin siquiera notarlo un día las usé por última vez.

En esos tiempos tenía una vecina que me hacía ojitos. Varias, en realidad. Yo era demasiado tímido para corresponderles, pero en más de una ocasión me dejé querer en medio de esos inocentes juegos infantiles, hasta que de pronto llegamos a esa extraña edad en que la convivencia entre hombres y mujeres se vuelve algo vergonzoso.

También tenía un amigo llamado Ángel. Nuestras madres eran amigas desde siempre, por lo que fue casi una amistad heredada, lo cual, a mi parecer, no le restó valor en lo absoluto. Juntos jugábamos, soñábamos y competíamos. Eramos los mayores del grupo de juego, por lo que por lo general los equipos se formaban en torno a nosotros. Siempre nos tocaba ser rivales, para no desequilibrar las posibilidades.

Si me preguntan cuándo fue la última vez que nos reunimos no podría decirlo. Sé que al crecer, el grupo se fue dividiendo: primero en dos, luego en tres, cuatro… El cero se impuso silencioso, sutil; ahora olvidado.

Otra cosa que tenía en mi infancia era miedo. Los postes de iluminación se extinguían frecuentemente y, por muy conocidas que fueran las calles para mí, me asustaba recorrerlas en penumbras. Recuerdo que en esos casos corría con todas mis fuerzas, con el corazón latiendo con desesperación y con la sensación de que alguien me perseguía. No se en qué momento dejé de temerle a esos fantasmas; sin advertirlo, una de esas carreras, huyendo de nada, fue la última. Claro que después comencé a temer a otras cosas: al silencio, a la soledad, a perder, a fracasar, al rechazo; a llorar…

Al crecer un poco empecé a temer al hombre (ya más consciente de lo que podemos llegar a hacer). Recuerdo que una noche andaba en bicicleta por la misma calle de siempre. Recuerdo ver una sombra entre los árboles, y tras ello el impacto de una patada en mi costado, que me hizo caer con violencia. Recuerdo la cara de un niño unos tres años mayor que yo, señalándome con el dedo y diciendo que me lo merecía, porque supuestamente había hecho algo mal, aunque nunca llegué a saber de qué me culpaba. «Y no digas nada ¿Escuchaste?». Recuerdo que mientras él hablaba yo pensaba en mi madre, que con cariño me había pedido que me cuidara mucho. ¿Cómo se lo explicaría? No me podía defender de él, pues era más grande. Me fallé a mí mismo y le fallé a mi madre. Solo restaba esperar que nadie hubiera visto la escena…

Ángel tenía una abuela que vendía golosinas. Siempre fueron muy unidos. Muchas veces nos reunimos en la casa de ella a escuchar música, jugar videojuegos y a asaltar los estantes con su mercadería, siempre con su permiso, por supuesto, o al menos casi siempre. Ya de adultos, él compró un automóvil y lo trabajaba como taxi. Cuando llegaba por la noche, su abuela salía a recibirlo y le daba indicaciones para ayudarlo en la maniobra de introducir el vehículo al pequeño estacionamiento. Ese ritual se repetía todos los días, sin falta, hasta que una repentina enfermedad impidió a la anciana salir en ayuda de su nieto.

El día que ella murió, la calle se volvió testigo de otro quiebre. Recuerdo haber visto varias veces a Ángel llorar dentro del vehículo, aferrado al volante y detenido frente al portón de la casa, como rogando que al menos por una vez más su abuela saliera a recibirlo como lo hizo fielmente durante años. Eso nos enseñó a sentarnos en la calle, uno al lado del otro, en absoluto silencio haciéndonos compañía sin interrumpir nuestras soledades.

Han pasado años de todo eso; de los niños que fuimos ya no hay rastros, y de las cosas que hicimos solo quedan algunos recuerdos. Los nuevos niños (los de esta generación) ya casi no salen, por lo que aún se escuchan los ecos de nuestros juegos de antaño; casi imperceptibles, pero con esfuerzo todavía se pueden oír. El tiempo nos cambió y nos llevó a todos por caminos diferentes. A pesar de eso, al mirar la calle parece que nada hubiera cambiado.

Caminé hacia la pequeña habitación que en otro tiempo fue mi dormitorio. Me dirigí hacia la ventana, quité un florero con gladiolos que me interrumpía el paso y me puse a mirar hacia afuera. Lo primero que vi fue la casa de Ángel, que está justo enfrente, aunque él ya no vive ahí. La palmera sigue estoica en su sitio. Me parece un poco más pequeña de lo que recordaba. Sentí deseos de llorar, en parte por nostalgia y en parte sensibilizado por mi pérdida. Salí de la habitación y volví a pararme frente al ataúd, y entre claveles y rosas me despedí de mi abuela para siempre. La vida se me estaba pasando sin darme cuenta de las últimas veces a las que me veía enfrentado, pero al menos esto lo sabía: era un final. Salí a la calle y me senté en el mismo lugar donde antaño lloré otras pérdidas, pero ahora no con mi amigo de infancia, sino solo. El letrero con nombre «calle Las Acacias» seguía en su sitio. Yo sentía que en alguna parte me había perdido… Lo peor es que, mientras ocurría, nunca me di cuenta.

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