La Avenida de los Francotiradores

La Avenida de los Francotiradores

La vista le regalaba una maravillosa panorámica de la avenida que acompañaba al río Mijacka en su paso por la ciudad. La ventana que había escogido ofrecía un lugar privilegiado desde donde ojear aquella muchedumbre que, en hileras de ida y vuelta, como hormiguitas, moteaban el paisaje.

Miró el reloj. Estaba impaciente por empezar la faena. Él no era como Javor, un antiguo campeón olímpico que estaba en la habitación de al lado, muy bueno pero también muy remilgado. Se cuestionaba demasiadas cosas. Demasiados escrúpulos. No, él estaba hecho de otra pasta.

Tomó unos prismáticos y acercó su visión a aquella gente que circulaba por el bulevar. Una señora, ya entrada en los sesenta, caminaba muy despacio. «Esa la evitaría Javor», pensó. Tras ella, unos jóvenes se apuraban en llegar al final de la interminable calle. También se fijó en una mujer cargada con un bolso repleto de víveres, parecía venir del mercado. La seguía un chico con chaleco rojo.

La radio, emitiendo una voz que ordenaba el comienzo de la operación, le sacó de sus cavilaciones. Encaró su fusil y apuntó.

En esos primeros momentos de confusión podría tumbar a tres o cuatro viandantes antes de que las frenéticas carreras, que comenzarían al primer tiro, llevasen hacia algún lugar seguro a los afortunados no elegidos en la primera tanda. Así que lo primero era disparar rapidito y ya, después, confirmaría las bajas. A partir de ahí, lo de siempre: acechar a los que hubiesen quedado aislados en el camino, protegidos por algún obstáculo del terreno, hasta que asomaran la cabeza.

A su izquierda sonó una detonación. Javor se le había adelantado, cosa rara, igual se había espabilado. Acarició el disparador del arma y presionó el gatillo lentamente hasta que le sorprendió el estampido.

El muchacho del chaleco rojo cayó a tierra. Recargó el rifle y tiró otra vez. Uno de los jóvenes, que ya habían rebasado a la mujer lenta, dibujó una pirueta en el aire. La tercera víctima, la joven del cesto de la compra, quedó boca arriba, tirada en la acera.

Con sus binoculares comprobó los blancos. Los dos chicos seguían vivos. El de rojo se arrastraba. Dejaba un rastro rosado tras él, como si el chaleco estuviese vaciando su color sobre el pavimento. El otro se retorcía y, a gritos, pedía socorro. La mujer del bolso, tumbada, no se movía.

A todo esto, la señora mayor apresuraba el paso. “Sabía yo que Javor no iba a tirarle a esta”, se dijo. Otros dos cuerpos, inmóviles en el suelo, señalaban los aciertos de Javor, que nunca dejaba heridos por esa estúpida moralidad suya, tan poco útil en la guerra. Él, por el contrario, siempre procuraba dejar alguno como cebo, por si algún buen samaritano intentaba rescatar a los caídos y, así, cobrarse otra pieza.

A falta de algo mejor, centró la cruz de su mira en la vieja. Entonces, un terrible zumbido atravesó la ventana, rebotó varias veces en las paredes de la estancia y terminó impactando en la radio. La hizo añicos.

A sus pies quedó un proyectil deformado, aún caliente y pintado de negro. “La Flecha”, una francotiradora enemiga que marcaba sus balas de esta forma, estaba allí. Ya había aniquilado a un buen número de camaradas. Era toda una leyenda. Tenía que cambiar de emplazamiento y avisar a Javor de la situación. Reptó para no dar ninguna oportunidad a su oponente y salió del cuarto.

El pasillo, gris como todo Sarajevo, engullido por el polvo y salpicado de cristales rotos, lo llevó donde estaba su compañero. Agachado, junto a la puerta, se asomó sigilosamente. El cuerpo, con la cabeza destrozada, flotaba en un charco de sangre. Pobre Javor, tanto cuestionarse lo que hacían y mira cómo había acabado.

Ahora empezaba el maldito juego. No era su primera vez ante otro tirador, pero esta vez se trataba de “La Flecha”, así que o era gato o era ratón. No había más. Debía buscar un puesto seguro y localizarla. Corrió, en cuclillas, hasta que encontró un sitio que le pareció bueno. Se arrastró hasta la ventana.

A distancia suficiente para que no asomase el arma, barrió con la mira telescópica el paisaje. El único edificio que posibilitaba tirar con esa precisión se levantaba frente a él, a unos seiscientos metros. Un destello en uno de los agujeros del inmueble lo puso en guardia, podría ser la lente del enemigo. Dirigió el cañón de su rifle hacia la luz y disparó.

Aún no había separado la culata de su cara cuando un escalofriante silbido se estrelló contra el muro que le parapetaba. Cayó hacia atrás y, aterrorizado, se palpó todo el cuerpo. Por suerte no había sido herido. Pero la cosa pintaba mal.

Como pudo, salió de allí. Encontró una brecha en la pared y se dispuso, de nuevo, a mover ficha. Esta vez sí la descubrió. Con una chaqueta de camuflaje, agazapada, le buscaba con unos prismáticos. Apuntó y lanzó su proyectil hacia la lejana figura.

Estaba seguro de haber acertado pero debía comprobarlo. Buscó un sitio con el ángulo propicio para la verificación. Al acercarse a la apertura escogida sintió un tremendo golpe en el hombro que lo arrojó al suelo. Llevó su mano al inmenso dolor y notó una cálida humedad que teñía el piso de rojo.

No podía ser. Apoyado en la pared, mientras comprimía la herida para detener la hemorragia, intentaba comprender cómo había podido fallar.

La oscuridad de la noche llegó y se quedó dormido con la esperanza de que, al día siguiente, los suyos lo sacaran de allí.

Un insólito jaleo, proveniente del exterior, lo despertó sobresaltado. Desde la ventana vio pasear a gente sin miedo por la avenida, y unos tenderetes, que se extendían por toda la calle, esparcían su colorido por el bulevar, totalmente restaurado. Sarajevo ya no era gris.

En el edificio de enfrente, entre el trajín de oficinas y negocios, distinguió la figura de una mujer vestida de camuflaje que le apuntaba con un fusil.

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