El aire soplaba del norte, sin saber por qué motivo mis pasos se dirigían hacia la entrada oeste de la calle Mayor, el ulular del viento me acompañaba en mi soledad. La luz del atardecer había dado paso al ocaso del día. Miré el reloj de la torre de la Iglesia de San Esteban, sus manecillas, unidas formando una sola aguja, marcaban las 12 de la noche, “hora de las brujas” habría dicho mi madre a cuya expresión, mi padre, habría añadido “hora de la libertad”. Fue entonces cuando me di cuenta que había traspasado la línea. Sí, una línea invisible. La línea que divide el pasado y el presente. Al concienciarme de ello, un leve escalofrió recorrió mi espalda, pero aquel estremecimiento no hizo que reculara, al contrario, me dio más ímpetu y mis pasos se hicieron más firmes y, la decisión de continuar avanzando, más poderosa. Recorrí el primer tramo de la calle, el enlosado, que perdurará en el tiempo, estaba recién construido.

El taconeo de pasos me alertaron. Sigilosamente me oculté entre las sombras,Se trataba de cuatro emisarios de las cercanas villas de Saldes, Gósol, Aspar y Gisclareny, acompañados de sus lacayos. Descendían por la escalinata de piedra del Palacio de los Pinós-Còdol (Señores de la Baronía Bagà). Oí, sin proponérmelo, la conversación acalorada que mantenían los embajadores. Hablaban de un rescate; cien mil doblas de oro, cien piezas de brocado, cien caballos blancos, cien vacas bragadas y cien doncellas. De las luchas en el Levante y la contienda en Tierra Santa. En un primer momento pensé seguirlos para descifrar el galimatías, pero dejé que la comitiva continuara su camino y yo, reinicié el mío.

Seguí transitando, me adentré por la calle de La Fruta y bajé por la calle de La Muralla hacia la Plaza de los Porches. Desde uno de los soportales observé la esplendorosa Torre de la Portella. Los centinelas, apostados en la almena, controlaban el puente que unía las dos riberas del rio Bastareny. La noche seguía en calma, el viento se había transformado en una suave brisa.

Unos golpes en mi espalda hicieron que me volviera bruscamente. Ante mí tenía a un corpulento joven. A pesar de la poca luz que ofrecían las antorchas, me habían descubierto. Titubeante intenté buscar una excusa plausible para justificar mi presencia allí. Ante mi mirada atónita, el joven sonreía complaciente y poniendo su fuerte mano en mi antebrazo, me susurró.

-Vamos Maese Tomic. El señor Barón os solicita.

Le seguí, como un corderito, con la impresión de que me llevaba al matadero, pero cuando bajé la vista en señal de rendición, me sorprendí viéndome ataviado con cuera larga de color negro en la que resaltaba una piña bordada. El ir vestido de época con el emblema de la casa de Pinós me tranquilizó y, en un arranque de osadía golpee la espalda de mi nuevo compañero quien me devolvió un amable guiño.

Cuando llegamos al Palacio fuimos recibidos, sin previo protocolo, por el propio Pere Galcerán de Pinós y su esposa Berenguela de Montcada. El Barón, que dirigiéndose a mí como quien habla con un viejo amigo, me encomendó que realizara la crónica de los últimos acontecimientos.

-Han hecho prisionero a mi hijo Galcerán y su fiel amigo Sencerní, señor del Castillo de Sull. Ahí tienes la demanda del rescate –dijo, entristecido, mientras me brindaba un pergamino.

-Te encomiendo, por la confianza que te tengo y por tu templanza en el trato, la tarea más ardua que ningún otro prohombre de la corte puede ejecutar, trata de mediar el rescate con esta joya inigualable –sentenció solemnemente.

Leí con detenimiento las exigencias del secuestrador y entonces, comprendí de qué hablaban los nobles con quienes me tropecé en la escalinata.

El Barón me entregó un pequeño cofre conteniendo una cruz bizantina con la que debía terciar la libertad de los retenidos y nos proporcionó, tanto a mí como a mi acompañante, cabalgadura para llegar a Levante

Salimos de la villa por la Torre de la Portella. Dejando atrás la muralla, pasamos junto a la Iglesia de San Esteban, atravesamos la calle de Calic hasta el Puente del Molino y nos adentramos en el bosque.

El viento volvía hacer acto de presencia y las ramas de los árboles se agitaban violentamente. Mi caballo se asustó y se desbocó. Finalmente, tras un agotador forcejeo, logré controlarlo. Mi compañero había quedado atrás, desgraciadamente nos habíamos separado mucho. Mientras le esperaba, examiné el margen del rio, deberíamos cruzarle, las frecuentes lluvias y el deshielo de la montaña dificultaban la localización de los vados. Tras una exasperante espera, los cascos de una cabalgadura resonaban a lo lejos. Supe que mi compañero estaba cerca, me dispuse a atravesar las aguas. Turbado, el caballo no accedía a mis órdenes, le acaricié la crin y eso le tranquilizó. Empezó a caminar ya más sosegado . Habíamos superado la mitad de la distancia cuando, una de sus patas se introdujo en un agujero e hizo que trastabillara, estuve a punto de caer. Finalmente me estabilice, por desgracia, la alcancía que el Barón me entregó, resbaló de la alforja y cayó al rio. Doblé el cuerpo, me sumergí hasta el hombro, intentando salvarlo de las aguas, pero el cofre se hundió dejando un irritante zumbido mientras desaparecía. Desalentado cerré los ojos, el silbido era ensordecedor. Consternado, pensaba cómo explicaría lo ocurrido al Barón, el ruido que hizo el cofre al caer se repetía impertinentemente. Exasperado, apretaba los parpados intentando que mis ojos permanecieran cerrados, sólo la oscuridad me daba sosiego. Un tenue rayo de luz se filtró entre mis pestañas y grité desconsolado.

Entreabrí los ojos, en la penumbra reconocí mi dormitorio y constaté que el escandaloso pitido, simplemente, era el timbre del despertador. Palpé sobre la mesita para silenciar la alarma, pero mi mano tropezó con algo, encendí la luz. Ante mis ojos, un singular cofre exhibía una maravillosa Cruz Bizantina.

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