Fueron dos semanas muy esperadas para mí. Entre cigarrillos y noches en desvelo planeaba los detalles y recordaba que antes de abandonar por fin esta ruidosa prisión, me era indispensable volver a mi ciudad a buscar una que otra ropa cómoda.

Las ansias me llevaron a tomar algún autobús específico y llegar cuanto antes a la parada que creía menos importante en este viaje. Tal vez para despedirme por un par de semanas de algunos que noten mi alegría; y también de aquellos que a lo mejor, con un poco de envidia, me digan «que tengas unas lindas vacaciones». Que más da… cada uno va marcando su propia huella.

Siempre supe que ese no iba a ser mi lugar en el mundo y que todo mi cuero estaba hecho para llegar a curtirse de amaneceres únicos, bosques interminables, montañas inalcanzables y noches cubiertas por la pasión intensa y excitante que provocarían miles de estrellas sobre mí, en medio de tanta oscuridad.

Solo será un rato. No veo la hora de olvidarme de todo.

(Comienza la canción)
O al menos eso pensaba, en olvidar… desaparecer.

Mientras aparecían esas viejas primeras señales de tránsito anunciando una escuela, miraba por una ventana derecha del autobús. La música, fiel compañera, me acompañaba a cada segundo. Y sin darme cuenta me perdí en una canción que, como un certero disparo al corazón, volvió a colarse en mis sentimientos acompañada de todo el paisaje que ya no podía esquivar.

El suelo seco y vacío de pronto se me hizo verde y alto. Las flores del tabaco aún no habían visto la luz y todavía se podía observar, entre algunas rayas, a unos cuantos peones en medio de chispas de agua que se volvían coloridas a la distancia.

De repente el grito de un niño me llevó la mirada hacía un lado, sin querer se me soltaron las nostalgias a través de un suspiro, al ver que cuatro piedras grandes y casi perfectamente cuadradas solían ser para mí, al igual que para esos tres pequeños, el estadio de fútbol perfecto. La tierra suelta sobre la infinita alfombra de los restos que el viento acomodaba, era la pista a la distancia de que la adrenalina corría descalza por ese césped invisible. Allí donde las carcajadas fuertes y escandalosas a la hora de la siesta suelen ser las mas espontáneas, esas que solemos largar en la edad en las que los dientes de leche recién nos abandonaron y nuestro mejor calzado es la piel altamente resistente al roce de las espinas y al calor de las piedras en verano.

Y aquella canción aún iba por la mitad.

Tantos años en un departamento acomodado en el lugar ideal para crear un micro clima adecuado a mi expectativa de vida, me estaban haciendo olvidar de lo bello que se siente buscar esa sensación de placer en cada estación del año, en lo poco que me rodeaba. El canal de riego, cubierto en su mayoría por aquellos árboles de los que jamás supe su nombre, era el aire acondicionado de mis años sin remera y piel rojiza por las picaduras de los mosquitos que el verano traía. Un colchón suave y con resortes, o tal vez el mismo asiento del autobús, me estaba quedando incomodo al ver a a otro par de niños cabeceando de sueño arriba de un paraíso que de a poco se convertía en cama. La represa que, hoy en día lo sé, sirve para ayudar a las plantaciones de verdura de mamá y papá, me hace llegar su aroma, ese que sabe a planta mojada y a escamas de mojarras. Y no puedo evitar mirarme volando, con los pies recogidos y los brazos al aire, buscando su arenoso fondo en cualquier tarde de sol asfixiante junto a mis hermanos. Creo que en ese eterno segundo se me escapó una lágrima y estoy seguro que ella buscaba sus aguas. Por favor, no me hablen de ningún mar paradisíaco.

En las próximas dos semanas buscaba tener la aventura de escribir un cartel con el nombre de alguna ciudad escrito en él, y estacionarme a la vera de la autopista a esperar, sonrisa encima, a algún audaz conductor que quiera mi compañía por un rato, y así seguir avanzando a lo desconocido. Quizás el matrimonio que vi a un lado de la ruta no sentía la necesidad de aventurarse de la misma manera, sin embargo, sus dedos pulgares se levantaban cuales banderas flamantes a la espera de una camioneta oxidada, para llegar a la ciudad con un poco de verdura y fruta, producto de la última cosecha, para su hijo que los esperaba, en medio de libros, con los brazos abiertos. Los meses sin ellos se hacen largos. Y de la misma manera los veía volviendo, ya mas sueltos de equipaje a la espera de cualquier auto pequeño que regrese al pueblo. Antes también los veía, pero desde el fondo de casa, sabiendo que tocaba ser el hombre de la casa porque mamá y papá iban a estar afuera un par de días.

En el trabajo suelo charlar con muchas personas y todas parecen repetir sin sentido cosas que no tienen importancia al hablar con un desconocido. Luego de terminar la canción yo extrañaba otras charlas, ladridos de conocidos míos, inquilinos de mi misma casa… y aquellos otros desconocidos, al contrario de las personas, balbuceaban entre gruñidos cosas realmente importantes buscando mi amistad, mi corazón.

La canción duró poco más de cuatro minutos, pero fueron suficientes.
Durante todo el año esperé estas dos semanas para esfumarme de todo lo acostumbrado. Pero las calles de mi pueblo me devolvieron lo que quizás ya se venía desvaneciendo, el amor por mi tierra.
Estas fueron la calles que yo caminé… entre tierra y árboles… entre risas y pelotas de trapo… entre acequias y perros.

Y déjenme decirles, parado hoy aquí en el umbral de la puerta de mi antigua casa… no existe lugar mas hermoso que este para desaparecer por completo.

¡Mamá! ¡Papá!… hagamos un asado.

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