Nosotras solo escribimos

Nosotras solo escribimos

Nayra Arteaga

29/12/2018

Apoyada en el alfeizar de la ventana de mi habitación escuché cantar a la lluvia, el repiqueteo de las gotas en los coches, el agua bajando por la carretera como un riachuelo sin final, el silencio que inundaba las calles a esas horas de la madrugada. Miré a la Luna, que se burlaba de mí balanceándose arrogante en lo alto del cielo negro, retándome a bailar junto a ella. El frío polar que gobernaba en el pueblo a estas alturas de diciembre me estaba convirtiendo en nieve la nariz y las orejas, pero a mí solo me importaba bailar. Quería ser como ella, como la Luna, la musa de tantas poesías y leyendas, el pequeño satélite que nos volvía locos a todos. En cuanto sentí que mis dedos comenzaban a temblar supe que necesitaba escribir lo que estaba viendo, era una imagen preciosa, era una imagen digna de ser descrita. Pero en mi interior dos niñas se tiraban de las coletas peleándose por ser la que decidiera que hacer a continuación, una, la más valiente y alocada, quería que me calzara las botas de agua, saliera de casa y me pusiera a danzar bajo el agua; la otra, mirando a través de sus enormes gafas de montura negra, estaba decidida en que nosotras estábamos hechas solo para escribir desde la seguridad de nuestro hogar, «las aventuras las viven otros» decía, «nosotras solo escribimos».

No sé que fue, quizás esa sensación de vacío que me atrapaba cada noche y que me hacía querer hacer algo digno de contar, quizás se debió a una valentía momentánea impulsada por mis ganas de ser alguien diferente, o quizás solo fue instinto, pero lo hice. Me calcé mis botas moradas y salí al exterior con el corazón golpeándome las costillas con fiereza y la respiración a mil por hora. El olor a tierra mojada me envolvió cada centímetro de piel, me sentía como en un sueño donde podía pasar cualquier cosa. En cuanto las gotas comenzaron a acariciar mi rostro sin piedad una sonrisa enorme se dibujó en mi cara como por arte de magia, como si el agua estuviera directamente conectada con mis hormonas de la felicidad. Comencé a caminar sin rumbo, tenía una necesidad inexplicable de perderme, de deambular por las calles de mi pueblo como si fuera la primera vez que las veía. Chapoteé charco tras charco volviendo en ese instante a tener cinco años y ninguna preocupación revoloteando en mi mente. Acaricié los edificios, la rudeza de las paredes mojadas, intenté concentrarme en absolutamente todas las sensaciones que estaba recibiendo; el olor, el sonido de la lluvia y de mis pasos sobre los charcos, los mechones de mi pelo rubio mojados que se habían pegado a mi mejilla, la tela de mi sudadera empapada siendo cada vez más y más pesada y las diminutas gotitas que se habían acumulado en mis pestañas. Cada sensación se fue sumando a una lista de cosas que jamás quería olvidar y que intenté grabar a fuego en mi cerebro. Sabía que esa sensación de paz no duraría mucho, sabía que al día siguiente tendría que oír a mis padres discutir de nuevo, a mis amigas quejarse de amores, a sentarme en frente del ordenador y enfrentarme a la página en blanco, a la tediosa rutina…Pero ese instante, oh dios, ese instante se había convertido en mi momento favorito.

Cuando llegué casi al final de mi pueblo y me paré en seco en medio de la carretera miré hacia arriba, la Luna seguía allí, observándome y gritándome que bailara. ¿Cómo iba a negarme? Comencé a dar vueltas sobre mí misma, a mover los pies al ritmo de una melodía que solo estaba en mi cabeza y a reír como una cría. ¿Cómo algo tan simple me había podido hacer tan feliz?¿A caso estaba loca?

Fue entonces cuando vi los faros: aquellos faros que venían hacia mí a la velocidad del rayo. Aquellos odioso faros que acabaron con mis sueños y esperanzas. El coche negro chocó conmigo y salí volando por los aires convirtiéndome, solo por un momento, es alguien capaz de volar. En un abrir y cerrar de ojos me encontré derrumbada en la fría carretera, rodeada de charcos e iluminada tan solo por la Luna, que ahora me miraba con pena.

Todo lo que no quería volver a ver ya lo echaba de menos: a mis padres discutiendo, a mis amigas quejándose de amores, a enfrentarme a una página en blanco, a la rutina. No volvería a sentir los abrazos de mi madre, ni a oír la risa de mi hermana, no volvería a hablar con mis amigas. En un abrir y cerrar de ojos el momento más feliz de mi vida se había convertido en el más triste.

Y en lo último que pensé fue que nadie, nunca, leería esta historia, que nadie, nunca, sabría que justo antes de morir había sido plenamente feliz y que nadie, nunca, sabría que bailé junto a la Luna.

C/Miralmonte

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