Calle Pellegrini, otra vez

Calle Pellegrini, otra vez

Alfredo A. Díaz

21/12/2018

Son las siete treinta de la tarde y el cielo sigue anaranjado. Pero, es casi imposible notarlo con tantas luces encendidas y tanto edificio. Leo en la frente de los que me cruzan: “No podemos levantar la cabeza, estamos comiendo”. Entonces inclino los ojos, los inclino más aún, porque nunca, en realidad, sabemos sobre qué estamos caminando, en mi caso: baldosas quebradas; un chupetín rosa repleto de hormigas sobre un charco de Coca Cola; a veinte metros personas que esquivan a un loco que está tirado y que se retuerce de dolor sin pretender explicación (Pellegrini y Avenida Belgrano).

La cara se me deshace entre la humedad y la barba que tira a colorada –ya he olvidado a qué personaje de película quería parecerme–. Me detengo. El semáforo en rojo. Presiono los dedos. Del otro lado, una chica que se sorprende de mis ojos hundidos. Cuando descubro su lunar, repentinamente, cambia los ojos de dirección: whatsapp. Y es entonces, que la ansiedad que me hace multiplicar a todes un millón de veces y de reveces que literalmente me golpean y me hacen perder una y otra y otra vez la frágil existencia de la que fui dotado, comienza a hincarme, a dolerme en la parte más precisa de lo que no soy.

Todo comenzó al caminar: Si vivimos es porque somos seres vacíos, pienso mientras contemplo el pavo real que está en la punta de este bello edificio (Pellegrini y Absalón Rojas) donde venden globos, muñecos, máscaras, velas, papeles de muchos colores, bromas sexuales de latex: «20 % de descuento solo los sábados». El recinto tiene casi cien años. ¿Quién pintó el pavo real y para qué miércoles? En diagonal, el Mercado Armonía. Su arqueado techo parece una ciudad subterránea vista desde lejos. Magnífica. Una arbitraria instalación. Puro vértigo. Mirar hacia arriba, antes me mareaba muchísimo; y sobre todo cuando mi abuela me llevaba a los tirones de un brazo. Los olores, a pesar del tiempo, son los mismos. No sé si sea para contentarse. “Pienso en formas de coral” y en una anacrónica milanesa muy condimentada. Pérdida.

Todo cambia de este lado. Aunque no lo crean, es verdad. Fácil: la perversidad de los metros cuadrados, qué lástima que Foucault no lo haya visto. Otro francés muy francés, hubiera dicho Oliveira.

Los locales de este lado fueron hechos para los que lucen un tono oscuro en la piel. Obvio, no es el tono oscuro que a propósito crean las élites en sus cuerpos. ¡Nada que ver! No hace falta tener un doctorado para darse cuenta. Las implicancias de la arquitectura sobre las mentes es una electricidad poderosa y cruel. Cruel porque no nos damos cuenta y, claro, para eso está la escuela de pobres, de alumnxs pobres, de maestrxs pobres. La eficacia del Plan está garantizada por nosotrxs mismos. Para que la «normalidad» siga estableciéndose, es que nos mantienen adictos de este elocuente artificio llamado Progreso.

Un par de salchichas humeantes me miran por sobre una multitud de latas humanas. ¿Cómo es posible la ignorancia física si Santiago es tan pequeño? (Peatonal Tucumán). Paranoia: una costumbre adherida. ¿En qué está pensando el tipo de las salchichas? Justo arriba de él hay una ventana iluminada: luz cálida. El edificio es blanco y tiene tres balcones, uno sobre el otro. ¡Revelación! Debo escribir. Escribir sobre las ventanas iluminadas de los departamentos. Quizá un cuento, pero mejor una novela. ¿Pero, quién quiere leer una novela sobre ventanas si no hay muerte o porno? Vuelvo la vista con negligencia. El tipo vendió tres salchichas durante mi distracción. Esto se parece a la Modernidad.

La peatonal comienza a comprimirse y a ceder a los anclados bajos instintos de estos predecibles días de Diciembre: siluetas saladas, histeria colectiva, nostalgia hegeliana (Famularo; El Tiburón; Galería Leonardo; Café Don Juan, don Juan que murió en la madrugada de navidad, era idéntico a mi abuelo, digo yo, era idéntico a mi papá, dice mi viejo), “precios cuidados”, gaseosas calientes, el Fantasma neoliberal, tuberculosis navideña, mucho conservante para garantizar el cáncer, chetos que se la creen toda, y la muerte también, ahí, emputecida, y sin originalidad, como la literatura burguesa, pero paradójicamente, de este lado del muro.

Otra vez, una vez más –¿la última vez?– la chica del lunar.

Nos separa una vidriera que apenas nos vuelve un par de reflejos convulsionados y estriados, el uno frente al otro. Apenas nos movemos. Apenas nos miramos. Porque no hace falta, porque somos cómplices, epilepsia, afán, el moho adherido al estanque de la fertilidad humana, o solo personajes de otra ficción, moscas dentro de una botella.

Hola —me dice, dilatando los labios en la peatonal.

(Los músculos de la espalda y el vientre se me hunden, atoro ambas manos, como si tuviera la boca amordazada con ganchos alucinógenos.)

Hola. —Intenta retroceder pero choca contra una columna gris, y añade—: ¿En serio no sabes que soy yo?

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