Vecinos en la vereda

Vecinos en la vereda

Nota preliminar: en la Argentina, y otros países hispanoamericanos, “vereda” significa “acera”; “cuadra” es, respecto de una calle, el espacio que existe entre dos esquinas de la misma manzana; «nochecita» es el crepúsculo nocturno, y “mate”, una infusión que suele beberse en compañía.


En las nochecitas calurosas del verano, ni bien terminaban de cenar, los adultos enfilaban hacia las puertas de sus casas con sillas o banquitos donde sentarse, y los pibes los acompañábamos con el propósito de seguir jugando afuera un rato más antes de irnos a la cama. Una vez acomodados en la vereda con vista a la calle comenzaba el ritual de consumir el postre: una fruta fresca o en compota, algún dulce o porciones de torta casera, siempre en cantidad suficiente para convidar a los vecinos que arrimaban sus asientos e iban haciendo lo propio con nosotros.

Al ratito ya se habían formado en la cuadra uno o dos grupos de amenos conversadores de temas que se iniciaban con el fútbol y las carreras de autos de turismo de carretera para los hombres, y los radioteatros y el cine para las mujeres; hasta que –cuando se iba entrando en confianza- surgían los comentarios sobre vecinos ausentes: generalmente presunciones o confirmaciones de hechos y conductas que se juzgaban a veces cuestionables, a veces graciosas, y otras, dignas de conmiseración. Y así hasta las once de la noche, más o menos. Para ahuyentar a los insistentes mosquitos bastaba con agitar algunas ramitas tomadas de los árboles y una espiral insecticida marca Caracol, que contenía piretro importado, según rezaba la publicidad de aquella década de los 50 en que la radio seguía reinando en los hogares por sobre el aparato mágico de imágenes en blanco y negro que, por cierto, pocos imaginaban poder adquirir en el futuro inmediato. En verdad, solo había un televisor en el barrio, era de don Carmelo, quien tras comprarlo, casi automáticamente él y su mujer dejaron de integrar las tertulias callejeras, seguramente porque el chiche nuevo había absorbido toda su atención.

La ingesta colectiva de alimentos sólidos se solía acompañar con mates, o con cerveza fresca si el calor era buena excusa, y tampoco faltaban algunas ocasiones para una botella de sidra. Esas charlas, risas, quejas, festejos y lamentos seguramente se repetían por otros barrios, pero yo solo guardo el recuerdo de mi cuadra y sus vecinos por haberlos disfrutado con intensidad y porque, desde luego, no se nos hubiese ocurrido hacer exploraciones nocturnas por otras calles a los ocho o diez años de edad para saber qué pasaba en lugares más alejados.

Los pibes nos hicimos grandes, y la mayoría de a poco fuimos abandonando el barrio pobre en búsqueda de mejores futuros. Nuestros queridos viejos se fueron para siempre y las casas fueron cambiando de formas y de dueños. Mi última visita a aquella donde nací fue cuando entregué las llaves a su comprador. “Cuídela mucho” le dije estúpidamente al advertir que lo que había vendido no era solo una propiedad sino una parte de mi prehistoria. Y nunca más me animé a transitar por la calle de mi niñez.

Pero mi nieto, con la edad que yo tenía por entonces, me viene insistiendo en que quiere conocer el lugar dónde nació su abuelo, y en esta nochecita agradable en la que vamos los dos solos en el auto para retornarlo a la casa de sus padres, en clima de cierta complicidad, no me cuesta nada apartarme un poco del camino directo para pasar por el viejo barrio.

Así es que me voy acercando a la cuadra solitaria, y se aceleran los latidos de mi corazón a la vez que desacelero la marcha del auto hasta avanzar a paso de hombre. “Ves, acá vivía don Carmelo, allá estaba el quiosco de diarios y golosinas de doña María, y allá enfrente la casa de don Ignacio, el Vasco”, le digo al pibe con la garganta un poco apretada. Él me escucha y mira hacia afuera con mucha atención. Me detengo justo enfrente de la que fue mi casa, hoy modificada al compás de la modernidad. Miro hacia su vereda con nostalgia, mi mente retrocede medio siglo en el tiempo y creo ver de nuevo a aquel grupo de conversadores alegres que, con sus copas de sidra en alto, me observan desde sus sillas mientras brindan por mí, al tiempo en que mi nieto me pregunta: “¿Por qué te está saludando toda esa gente, abuelo?”

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