“La pintura fue su mundo, la razón de su vida. Trabajó solo, sin discípulos, sin el apoyo de su familia ni el aliento de los críticos. Pintó en todo momento, en cualquier circunstancia, y, sin embargo, dudaba de su vocación”
La duda de Cézanne, Maurice Merleau-Ponty
…
Caminé por la galería hasta encontrarme frente al Hopper. Allí estaba. Concretamente se trataba de Habitación de hotel, óleo al que le dediqué sesudas horas de estudio en el pasado. Las páginas prácticamente amarillas del grueso volumen sartriano El ser y la nada o la novela de Peter Handke La mujer zurda fueron fieles testigos del empeño que durante un tiempo me mantuvo retenido, con la mirada clavada en esas escenas cotidianas, de colores pastel y tonos intensos, en las que aun no discurriendo la temporalidad todo ocurre. Sentí el dilatar de mis pupilas al comprobar la grandeza de sus detalles. Me apresuré a tomar algunas notas. Lo hice oyendo susurros y pasos que se extinguían en un eco silencioso. Vestigios de una libertad celebrada a expensas mías.
Pero Hopper y su entramado dejaron de cautivarme hace mucho. O, al menos, mi interés por su universo pictórico se relativizó enormemente. Mi preocupación actual era otra, más personal y menos literaria, a decir verdad. En ese momento además estaba lejos, en Madrid, viendo pasar los días en lo que pudiera ser mi composición hopperiana particular: de tren en tren, durmiendo en una habitación impersonal que no era la mía, siendo tránsfugo, leyendo libros que no me pertenecían, recibiendo y entregando regalos, escribiendo poesía, tomando cervezas y paseando por avenidas cuyos nombres desconocía por completo. Aunque sintiéndome, pese a todo, feliz por estar más cerca de mí de lo que pude haberlo estado nunca antes, todo sea dicho. Digamos que la insistente búsqueda de porqués, sostenida en el desafío constante que suponen las inseguridades de las que adolezco, al fin halló un asidero certero. Solo perdiéndome, solo migrando de estación en estación, logré encontrarme.
Cerré el cuaderno, abrochándome el abrigo a la salida del museo Thyssen. Acudiendo a mis bolsillos, palpándolos, me cercioré de que no me faltaba nada. Personas anónimas miraban a través de pantallas lo que tenían delante. Si las calles fueran capaces de contar historias, reflexioné, por supuesto que desearía oírlas. ¿Cuál sería la mía durante esos días? Fuencarral me había contemplado paseando, y lo mismo cabe pensar acerca de Plaza Mayor o Malasaña. En la calle Mercurio y en la de Velázquez me sentí como en casa. También en Casa de Campo, en el rastro y tomando vermut cerca de La Latina. ¿Qué habrían de decirme, si pudieran, las estaciones de Tribunal y Sol? ¿Y Chamartín? Generan esos lugares un interés especialmente acusado en mí. Seguramente percibieron mi inquietud de primera mano, mejor que yo mismo, así como mi inseguridad y mi esperanza, como también la intensa satisfacción al hallar finalmente aquello que decidí encontrar sin fingir hacía algunos meses atrás. La alegría anegó mi sonrisa repentinamente.
Por suerte no nos compete conocer de manera objetiva nada de lo que hacemos. Los secretos mejor guardados son los que esos lugares custodian. Tesoros ocultos, de valor incalculable, con indiferencia son interpretados por gente que en un gesto de rebeldía se atreve a levantar la vista del móvil. Nada más lejos de la distopía presentada por Orwell en 1984, decimos con orgullo, cuando algún crítico establece una analogía entre nuestro mundo y el suyo. Y hasta parece que nos lo creemos. Pero lamentablemente lo decimos con el televisor encendido. Pero, muy a nuestro pesar, lo aseguramos sin estar seguros: con la conciencia apagada, con la falsa modestia de quien se sabe inferior y llora al llegar a casa. Cuando coincidimos de facto con Winston al pensar que los mejores libros son precisamente los que nos dicen lo que ya sabemos no hacemos sino afianzar tan terrible intuición. ¿En qué momento la vertiginosa velocidad del placer y la enfermiza adicción al mismo acabaron arrebatándole el espacio a tan humano motivo como es el del deseo? Extinguimos el deseo porque nos hace sufrir. Tenemos miedo a querer, nos duele sentir. Cuando, en el fondo, lo que tememos es el hecho de no ser correspondidos. ¿Y qué hay de los sentimientos? Esos que sí nos competen, esos que fabricamos en cada gesto. Ellos son los que de veras nos hacen dudar: aun siendo nuestros nos son siempre desconocidos. Fue justo en ese instante cuando Jesús interrumpió amablemente mi introspección poética interpelándome. “No, no me pasa nada”, le contesté. Sonreí. En realidad qué no me estaba sucediendo. Desde luego, puedo mentir con palabras para no preocupar a los demás. Una lástima que mis ojos terminen delatándome siempre.
Caída la tarde esquematicé ideas en mi cuaderno de cubierta azul. Tachones y flechas un tanto disparatadas formaron lo que a ojos de algún crítico trasnochado pudiera ser una auténtica pieza mallarmeana. O bien un Kandinsky, por su aspecto irregular pero geométrico. No terminaba de cobrar forma. Sin embargo, fue en la noche, sin el abrigo de la filosofía y sus barricadas teóricas, cuando logré sopesar cómo en definitiva no hay más razones que las que elaboramos, ni más pasiones que las que sentimos. Y yo, más próximo a Cézanne que a Descartes en lo relativo a las dudas, quise pensar que mis desatinos al fin concluyeron en un hallazgo. Lo hice apartándome, mirando por la ventana. Le di vueltas hasta que el propio asunto me condujo al sueño feliz de quien se sabe despierto.
El autobús comenzó a alejarse discretamente de la estación y las luces de la ciudad parecieron brillar de un modo diferente. Mientras todos se acomodaban, secretamente, y cometiendo un exceso, pensé en ti. Aún me quedaba un largo recorrido por delante: consideré que el regreso al sur no habría de implicar necesariamente la pérdida de mi norte. Algo en mi interior me lo dijo y decidí hacerle caso.
La pintura fue su mundo, el de Paul Cézanne. El mío es la escritura.
OPINIONES Y COMENTARIOS