La Puerta del Cielo

La Puerta del Cielo

El nombre de ese lugar que nos sugirieron recorrer, era insinuante, intrigante…

— ¡Salgan tempranito! –dijeron los lugareños, —que no los agarre el sol del medio día.

Agradecí haber comprado una capelina blanca, y reemplazar el sombrero de cowboy que me habían prestado, éste me comprimía tanto la cabeza que para poder soportarlo, tenía que dejar fuera ambas orejas. Me daba un efecto élfico muy interesante, pero poco atractivo.

Por las dudas, decidí llevarlo en la mochila.

A las 7 am emprendimos el viaje.

Yendo por la ruta 38 a pocos kilómetros de Capilla del Monte, divisamos un cartel con grandes letras que decía: Los Terrones, Grutas de Ongamira «C 17» y con letras muy pequeñas: Puerta del cielo. (¿?) quizás para que sólo los elegidos lleguen allí.

La flecha indicaba una calle de tierra, estrecha, deteriorada, interminable; cual atípico cofre antiguo guardando recuerdos ancestrales

En ambos bordes, plantas enmarañadas llenas de flores.

Preferí ir caminando los dos kilómetros hasta los Terrones, primera posta rumbo a Puerta del Cielo. Un par de amigos me acompañaron y los perezosos continuaron en auto.

El sol reinaba abiertamente, bendiciendo el entorno. Estrené la capelina con gran placer.

Caminamos trescientos metros y encontramos una casa pequeña, sencilla, donde cinco durazneros, cuyas ramas salían a la calle, ostentaban jugosos y enormes duraznos. Nos miramos y paramos, dudando si era correcto o no tomarlos… Como salida de la nada, apareció una viejecita, con la mirada y sonrisa más luminosa que se pueda imaginar.

— ¡Buenos días! ¡Disculpe! –dijimos sorprendidos.

— ¡Buenos días, queridos! ─dijo la señora.

Como si nos hubiera leído la mente, nos entregó una bolsa diciendo: —Saquen los duraznos que quieran, todo lo que tenemos en esta vida debe ser compartido.

Realmente me emocionó. Algunas veces tanta generosidad, se siente como un golpe al corazón.

Esa bella dama nos sugirió visitar una cueva que estaba junto a la calle.

Separando unas plantas, encontramos el pequeño sendero y a los pocos pasos la hallamos. Tendría de tamaño, unos cuatro por cuatro metros y tres de fondo. Nos sentamos cerca de la entrada.

De las paredes brotaban vertientes, suaves, cristalinas, que formaba un lago en la base, donde cientos de sapos croadores emitían un canto increíble, acompañado por el susurro de treinta o más colibríes, que tenían sus nidos en el techo de la cueva. Cada tanto un colibrí bajaba a bañarse y chapoteaba en el agua, entre los sapos…

Ninguno le reprochaba nada al otro, ni quería inculcar su modo de vida. Con respeto y en perfecto equilibrio, disfrutaban y compartían el sol, el agua y la tierra.

Comimos los duraznos sin hablar, con un nudo en la garganta. Otro impacto directo al corazón: la convivencia armónica de criaturas tan disímiles.

La energía del ambiente y los sucesos nos envolvieron. Transitábamos la calle N° 17 seguros de haber encontrado ese lugar donde mueren las palabras, y el alma se ensancha, uniéndose al alma de todo lo que vive.

Más adelante, en el jardín de otra casa, una habitación vidriada exhibía pinturas de cielos.

Carlos, el artista, pintaba al óleo los más variados y hermosos atardeceres y amaneceres de esta localidad: Quebrada de Luna.

En frente, una casa muy colorida, donde la joven pareja con niños pequeños, vendían mermeladas artesanales. Nos invitaron a degustarlas y ver como las confeccionaban, a lo que asentimos encantados.

La calle interminable, poco transitada, salvo en temporada turística, aunaba y guardaba, en cada piedra y mota de polvo, los sueños de humano progreso y los nobles sentimientos de los pocos habitantes del lugar.

Llegamos felices donde nos esperaban, para seguir viaje a la Puerta del Cielo.

Los amigos que fueron en auto, blancos y flácidos, yacían como babosas bajo la sombra de un algarrobo. Nosotros estábamos tan entusiasmados que no reparamos haber perdido parte de la epidermis en el camino.

La bella capelina me protegió la cabeza, pero los hombros, y el resto del cuerpo tomaron un color rojo bordó.

El sol fue implacable, o nuestra piel citadina muy sensible, o ambas cosas.

Seguimos en auto por la calle de las maravillas, hasta la próxima posta donde retomaríamos la caminata.

Llegando a Ongamira, nos recibió el Cerro Colchiqui: “Dios de la fatalidad” con una altura de 1.570 metros.

Dicen que decían que los sanavinones y comechingones, etnias autóctonas del lugar, tenían contactos con seres de otros planetas, a través de puertas interdimensionales.

Los mismos le impartían conocimientos sobre astrología y la naturaleza mística.

Habiendo contado este hecho a los conquistadores, éstos exigieron develaran tan importante secreto.

Ante la negativa de los caciques, gran parte del pueblo fue llevado, a punta de arcabuz, a la cima del cerro, en ese entonces llamado Charalqueta: “Dios alegre del valle”.

Y comenzaron a arrojar hacia abajo a los niños, uno por uno, para que los conocedores, develaran el secreto. Uno por uno, niños, mujeres y hasta el último guerrero… nadie habló”.

Y cuenta la leyenda, que al bajar los conquistadores al pie del cerro, no encontraron ni cadáveres ni rastros de ninguna persona”.

Impactados con la leyenda continuamos, por la única calle, esta vez todos a pie, los amigos babosas decidieron broncearse, o más bien, calcinarse, con el sol del mediodía.

Caminamos diez kilómetros sierra arriba, y ahí estábamos, en la Puerta del Cielo, ante un paisaje majestuoso, imponente. Una gran cruz de madera, incrustada en piedras, representando el equilibrio de los elementos… y el centro: la fusión del espíritu y la materia.

De repente comenzó un viento fortísimo, soplando de los cuatro puntos cardinales. Lo primero que salió volando fue mi capelina; corriendo y a los manotazos, casi caigo a un precipicio por intentar recuperarla; me quedaba tan bien… Entonces, decidí dejarla, liberarla, y junto con ella mis temores, prejuicios y autoengaños.

Saqué de la mochila el sombrero de cowboy, mis orejas salieron cual antenas parabólicas. Y una vez atravesada la puerta, comencé a recorrer el cielo; ese estado de consciencia que se alcanza transitando la senda, con equilibrio, discernimiento y mente abierta.

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