Buenos Aires en Madrid

Buenos Aires en Madrid

Serafín Cruz

10/12/2018

Madrid, 9 de diciembre de 2018

Los cartones sirvieron para resguardarlo del frío pero, ¿de cuánto frío? La temperatura empieza a caer en picado cuando el sol se despide hasta el nuevo alba y, si te atrapa el frío y no encuentras cómo combatirlo, de poco servirá que te lleves las manos a la entrepierna, te enrosques sobre ti mismo y te cubras con unos cartones. Y esa noche, gracias a Dios, no había llovido. Cuando lo hacía no valían para nada las artimañas, los cartones… los rezos; el agua moja y moja.

Carlos despertó, como cada mañana, sin entender por qué había sido capaz de conciliar el sueño durmiendo al raso en una noche de diciembre como aquella, donde la mínima cayó hasta dejar el mercurio de los termómetros en sólo 1º C. Salió de entre los cartones envuelto en una raída manta y bostezó; agradeció sin palabras tener el viejo chaquetón marino que una vez –no sabía cuándo- alguien le había dado; no tenía prisa —no la necesitaba—, miró hacia ambos lados de la calle sin esperar encontrar nada que le hiciera olvidar las ganas que tenía de dejar este incomprensible mundo. Junto al sucio fardo de trapo que le había servido de almohada, vio un brik de vino tinto Don Simón que había dejado a la mitad antes de rendirse al sueño. No lo pensó —¡qué más le daba! — y, dando un sonoro trago, rompió el ayuno. Una vez más había tenido por colchón la rígida y dura acera del Paseo de la Habana y por techo el cielo que, cuando no se cargaba de nubes negras amenazando con llover, se mostraba despejado, como la noche que acababa de pasar, y, en tal caso, era del frío de lo que había que resguardarse… si se podía. Sacó un pequeño y rectangular cartón que, a modo de pizarra, mostraba un escrito sin decoro alguno que rezaba “No teNgo techo ni trabajo alluda por fabor”, y lo puso sobre la acera y recostado en la pared. Hasta pasadas las tres de la tarde no superaron los cuatro euros las limosnas que los más piadosos habían depositado en una lata que había dejado a la vista de todo el que pasaba. Se metió el dinero en el bolsillo, fue a comprar una barra de pan y una tarrina de manteca y volvió. Tras comerse medio pan untado y acabar con el Don Simón, volvió a desaparecer entre los cartones, cansado ya de ver pasar gente que lo ignoraba.

—¡No me muero ya! —se maldijo con un lastimoso hilo de voz.

Unas horas después, alguien vociferó y dio una patada a los cartones dejando a Carlos a la intemperie.

—¡Che, vos!, ¿sos marmota o qué? —despreció alguien con una delatadora entonación argentina.

Carlos, asustado por la repentina e inesperada alarma que le había despertado, asomó su cara tras apartar de ella el desdoblado cuello del chaquetón marino y vio a varios chicos, cinco en total, de una edad comprendida entre los veinte y los veinticinco años. A modo de capa, una bandera del River Plate unía al grupo.

—¿Tenés frío, boludo? Tomá, tapate con la bandera del orgullo —dijo el que había hablado anteriormente haciéndose con la bandera que llevaban y dejándola caer sobre la cabeza del mendigo mientras los demás reían. Acto seguido, el grupo siguió calle abajo haciendo evidente el estado de embriaguez y entonando un cántico que Carlos no entendió.

Madrid, blindado ante la final de la Copa Libertadores, se había preparado con cuatro mil agentes del orden para la ocasión; el Paseo de la Castellana, la Avenida de Concha Espina y las calles Padre Damián y Rafael Salgado, lo que formaba la periferia del estadio Santiago Bernabéu, era un cordón policial; los cacheos a los que tuvieron la suerte de conseguir una entrada se hicieron por partida doble y el estadio merengue, que por una vez dejaba al margen a su equipo, se llenó hasta la bandera, albergando a más de 81.000 enfebrecidos aficionados que se repartieron a partes iguales entre Xeneizes y Millonarios; las banderas de los eternos rivales ondeaban con más ganas que nunca y el griterío de cada afición parecía pretender callar a la otra. Era un hecho único, histórico, tal vez irrepetible, en la Capital de España.

Tras el entonado himno de Argentina y el intercambio de banderines de sendos capitanes, Andrés Cunha, el árbitro que dirigió el encuentro, dio el pitido inicial. El primer gol del partido llegó en las postrimerías del primer tiempo, el minuto 43, merced a Darío Benedetto, El Pipa, y llenó de ilusión a su hinchada, aunque ésta se enfrió tras la respuesta de Lucas Pratto en el minuto 23 de la segunda mitad, se desinfló en la prórroga con el gol de Quintero y creyó morir con la galopada de Pity Martínez, que no encontró ni defensas ni portero que pudieran evitar el anunciado gol. El partido, contra todo pronóstico, acabó sin incidentes.

Para Carlos todo eso fue como si no hubiera ocurrido. ¿Qué le importaba a él? Su preocupación se había centrado en sobrevivir a una nueva bajada de la temperatura y aunque, a su chaquetón marino, su manta raída y sus cartones, podía sumar una bandera para resguardarse del frío, no iba a notar diferencia.

—El árbitro nos robó el partido con las dos amarillas a Barrio, ¿oíste? ¡Maldito hijo de puta! ¡La concha de su madre! —se quejaba un hincha del Boca a otro a su paso por el lugar donde estaba Carlos y, acto seguido, dijo, tras ver la bandera que cubría gran parte del mendigo:

—¿Vos sos de River, cheto? —ironizó, se desprendió de la bandera que llevaba como si de Supermán se tratara y la dejó caer sobre la cabeza del mendigo —agarrá esta y abrigate con ella, es la bandera del orgullo.

Carlos se quedó envuelto con las dos banderas, como símbolo inequívoco de quién había sido realmente el ganador aquella noche: Madrid.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS