La playa de arena amarilla lucía salpicada de conchitas blancas y amarillas por todos lados; los cangrejos violinistas con sus ojos saltones nos espiaban desde sus agujeros fingiendo indiferencia, y solo desaparecían cuando pasábamos cerca. Tres cangrejos ermitaños veloces se metieron en sus conchas robadas al vernos; los chocolopas solo dejaban tras de sí cientos de orificios en la arena húmeda al retirarse la ola. Los pelícanos, señores del aire, volaban majestuosos sobre las olas apenas librando el agua, sin esfuerzo y con gallardía . El viento como esperando un descuido se lanzó hacia mí sorprendiéndome con la boca abierta; el sabor salobre se acompañó de varios granos de arena que escupí disimulado cuidando que no me viera mi padre, no quería que en mi primer día de pesca me tachara de delicado. Caminamos por la orilla de la playa; en ocasiones las olas ya casi disueltas llegaban hasta nosotros en sus intentos de avance sobre la arena, y además de mojarnos, al retirarse lograban robar un poco de arena bajo los pies; el húmedo y leve hundimiento apenas perceptible no impedía el siguiente paso.

El sol acababa de asomar por entre los cerros, curioso y deslumbrante espiaba la misión de pesca. Contento entrecerré los ojos y miré a través de las pestañas con mi visión especial y todo se vio amarillento y alargado, del sol se desprendían rayos deslumbrantes y planos que parecían rebotar en el mar entre la espuma mientras lanzaban chispas radiantes. El viento siempre presente sólo fingía alejarse y con sus inesperadas ráfagas envestía las orejas logrando ocultar los otros sonidos, como cuando escuchas dentro de un caracol. A lo lejos, en la bahía se mecían varias lanchas fondeadas y dedicadas a pescar.

Las gaviotas en cuanto nos descubrieron se aproximaron curiosas y revoloteaban insistentes sobre nosotros, reclamaban no sé qué; era tanta la algarabía que decidí hacer algo, busqué en mi mochila y localicé mi almuerzo, una sabrosísima torta de huevo revuelto con la sazón de mi madre que extraje con cuidado. La sostuve con la izquierda y, con la otra arranqué un buen pedazo de migajón del crujiente bolillo, guardé la torta resistiendo apenas las ganas de darle una mordida y dividí el migajón en dos, lancé el primer trozo hacia arriba y adelante, una gaviota se desprendió del resto y decidida se lanzó en picada y lo atrapó en el aire retomando altura sin esfuerzo, segundos después lancé la otra mitad hacia atrás, a la arena y el grupo de revoltosas se alejaron. El jefe de la expedición fue testigo de los hechos sin decir nada, avanzaba con un mohín en la boca y de vez en cuando miraba hacia atrás para comprobar el avance de su pupilo. Al principio caminamos abrazados y con cariño me palmeaba el hombro a cada paso, pero el sudor empezó a escurrir por mis sienes y acomodando la cachucha decidí que era mejor caminar atrás de él.

Mi padre feliz encabezaba el viaje, con una leve sonrisa avanzaba sin prisa hacia la lancha atracada en el muelle que se mecía con un vaivén parsimonioso; ese día si todo resultaba según lo planeado, su hijo pescaría su primer pez, y, luego de descamarlo y limpiarlo se lo comería de acuerdo con el ritual familiar de la primera presa.

Ya en la lancha solté las amarras y empujé el muelle para alejar el bote, mi papá arrancó el motor fuera de borda y aceleró para llevarnos hasta el centro de la bahía embistiendo las olas que salpicaban en desquite ; Escogimos un lugar bastante lejos, apenas se veía el muelle, después de que mi papá apagó el motor, desde la proa solté el ancla siguiendo las instrucciones del capitán, cuando llegó al fondo aseguré la cuerda a la punta del bote con un nudo marinero recién aprendido y la lancha quedó bien fondeada. Luego nos dedicamos a preparar las cuerdas de pescar; bajo la paciente guía de mi padre que me sugería con cariño escogí el tamaño del anzuelo para el tipo de pez que esperaba capturar; con el anzuelo entre índice y pulgar cuidando de no picarme le di un beso para la suerte y lo coloqué a unos cuarenta centímetros de la plomada para que al llegar al fondo el peso, el cebo fuera visto fácilmente por la presa . Para la carnada utilicé un trocito de camarón, lo inserté cuidadosamente en el anzuelo para que no se soltara al arrojarlo; con todo preparado nos colocamos de espaldas uno del otro en el centro de la lancha y lanzamos las cuerdas a unos 5 metros de la borda; ayudada por la plomada, y con la carnada bien puesta en el anzuelo la cuerda se hundió en el mar. Tan nervioso y emocionado estaba que apenas sentí como corría la línea entre mis dedos; cuando se detuvo recuperé un poco para dejarla tensa, recargada en mi dedo índice y asegurada con el pulgar como mi papá me había enseñado. ¡Listo para “pescar a fondo”!

Bien sentado me acomodé la cachucha y con las piernas abiertas y la mano derecha que sujetaba la cuerda recargada sobre la rodilla quedé atento a algún tironcito de la línea, signo de que un pez mordía la carnada, pero antes de concentrarme por completo en la cuerda suspiré satisfecho, la amorosa presencia de mi papá acabó de tranquilizarme, el vaivén de la lancha con el ocasional golpe de alguna ola extraviada participaba en la expectante espera. Miré a lo lejos, allá muy lejano el horizonte se hacía escoltar por nubes alargadas como jirones de sábanas blancas.

Así transcurría mi primer día de pesca.

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