Mi habitación comparte tabique con la cocina. Cada poco oigo carraspear a mamá. A continuación un tintineo casi inapreciable, el contacto de cristal contra cristal: la botella y un vaso o una copa.
Quiero levantarme. Me gustaría decirle que pare. No puedo. De la cama parecen brotar racimos de tentáculos que me retienen.
Es sábado. Son las doce y media. Cierro los ojos, me tapo la cabeza con la sábana e intento volver a dormirme. Suena el móvil. En la pantalla aparece la foto de Marta. Lo apago. No quiero que termine convenciéndome. Ayer le dije que no voy a ir esta tarde a la discoteca. Cuando estoy en casa mamá se contiene. Creo que no sabe que lo sé.
Me duermo un rato. O sueño despierta, quizá, hasta que llaman al telefonillo. Por favor, que no sea la abuela. Salto de la cama y corro descalza a ver quién es. Se habrán equivocado. O quien sea está subiendo. Entro en la cocina apresuradamente. A mamá le da tiempo a tirar por el fregadero el contenido del vaso. Con disimulo se lo mete en el bolsillo del chándal mientras me suelta: «Buenos días, cariño».
Quiero decirle que no hace falta que se esconda, que no se preocupe, que la voy a ayudar. Las palabras, sin embargo, se quedan aprisionadas al fondo de la garganta. Doy un paso al frente. Abro los brazos. Mamá echa a andar hacia mí. Suena el timbre. Ella se detiene. Yo vuelvo a desear con todo mi corazón que no sea la abuela. La odio. Siempre dice que nos vemos como nos vemos porque mamá es boba y que a papá se le veía venir desde hace años.
Mamá se pone histérica. Un día estrelló contra el suelo una foto de ella con papá en Venecia. Luego la pisoteó y se metió en el baño. Lloró durante mucho rato. La abuela ni se acercó a consolarla. «Así va a encontrar trabajo… Quién va a darle trabajo a una loca. Porque tu madre está chiflada. Ni que tuviera ahora quince años. A mí también me dejó tu abuelo y qué… Tan a gusto».
Es Marta. Se le ha caído el móvil. No consigue encenderlo. Viene a ver si yo puedo hacer algo. Se me da bien arreglar maquinitas. Nos metemos en mi habitación. Mamá grita desde la cocina. Pregunta si Marta se quedará a comer. Me entra el pánico. Seguro que si se queda, termina dándose cuenta. Toqueteo las teclas. No sé ni lo que hago. El teléfono vuelve a funcionar. Marta me abraza como si acabara de salvarle la vida.
La mesa está puesta. Mamá bromea sobre mi habilidad. Dice que he salido a papá en lo de ser una manitas. Solo pide que no herede también su mala suerte y tenga que ir a buscarme la vida fuera de España cuando termine de estudiar. Marta me mira. Hace poco le conté la verdad. Papá no está en Francia. Vive en la otra punta de Madrid. La abuela se le encontró un día por la calle. Iba con una mujer que resultó ser la cuidadora que tuve hasta que cumplí doce años. Hace cuatro. La tía Andrea los vio en un partido de baloncesto. Enseguida la reconoció. A la abuela le faltó tiempo de venirnos con la historia. Mamá todavía no se lo cree. Prefiere la versión de la nota que papá dejó pegada a la nevera la mañana que se fue.
Mamá sirve la sopa sin derramar una gota de caldo. No sé cómo conserva el pulso. Se ha bebido casi una botella de vino. Anoche estaba sin empezar. Antes de acostarme lo miré. Ahora no queda prácticamente nada. Lo he visto al coger la jarra de agua. Marta le hace un gesto cuando el plato está a punto de rebosar. Sopla e inhala el aroma que desprende la sopa. Suelta un sonido que significa: ¡qué buena pinta! Mamá sonríe.
Me tranquilizo un poco. La pelota que tenía en la tripa empieza a deshacerse. La comida transcurre con normalidad pese a que mamá no deja que me levante a por el segundo plato ni a por un yogur. Marta no come fruta. Las dos veces se ha oído el tintineo. Con el corazón a mil deseo que no se pase. Entonces recuerdo que la botella está casi vacía. Las pulsaciones dejan de latirme en la cabeza pero recuperan la velocidad de inmediado cuando la veo volver de la cocina sujetándose distraídamente en la pared. Marta no se entera. Está mirándome a mí, empeñada en convencerme de que vaya a la discoteca. Van todas las amigas. Y Daniel. Digo que ayer tuve dentista. No pude estudiar y el lunes hay examen de matemáticas. El martes de química. Insiste, no obstante. Mamá le da la razón. Me anima a salir y expone su preocupación: de un tiempo a esta parte solo quiero estar en casa.
Quiere quedarse sola. Es evidente. Está deseando que nos vayamos. Pregunta a qué hora abren la discoteca. A las seis, contestamos al unísono, y se le dibuja una mueca de contrariedad. Son las cuatro y cinco. «¿No tenías que comprarte unas zapatillas de deporte?», se le ocurre de pronto. Le respondo que hasta el miércoles no las necesito. Ella replica que mejor comprarlas cuanto antes.
En el metro, de camino a la discoteca, Marta dice que tengo una madre que no me la merezco. La suya siempre le pone pegas para salir. Yo sonrío. Cambio de tema. No puedo decirle que me aterra volver a casa. Me gustaría contarle que cuando vuelva me encontraré a otra persona. Le hablaría del miedo que me da cuando me la encuentro dormida en el sofá y se despierta y me chilla. Le hablaría del horror que siento al pensar que algún día no se despierte ni me chille, pero las palabras vuelven a quedarse al fondo de la garganta. En lugar de eso digo que me duele la tripa y vuelvo a casa.
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