La campana repiqueteó por los fríos pasillos de la escuela. Su alocado tañido anunciando el fin de las clases me sobresaltó, malogrando la lazada con la que intentaba decorar mi velita blanca.

Las velas de mis compañeros lucían firmes y con sus lazos inmaculados impávidos. Sin embargo, desde que fui obligada a escribir con la mano derecha, los lazos de los vestidos y las trenzas del pelo me salían del revés. Pero nadie lo sabía. Mamá me vestía siempre con los pantalones heredados del primo Manolín y nunca dejaba crecer mi indómito pelo. Así que, con un gesto rápido, guardé mi vela desnuda y la cinta blanca en el bolsillo de mi trenca para que nadie lo viera. Me sentía fatal por haber fallado y me apresuré a salir, evitando mirar el pupitre desierto del primero de la clase: Manolín. A él el lazo le hubiera salido perfecto.

A mediodía, mamá me había repetido mil veces que, nada más salir de la escuela, fuera para la casa de los tíos. Pero a mitad de camino, una sensación como de angustia en el estómago y de mil cristales en la garganta, me hizo detenerme. Seguro que había vuelto a coger anginas. Una buena razón para irme a cobijar al calor de casa y desobedecer a mamá.

En un instante, la imagen de Don Pedro —el cura— dictándome la penitencia por infringir el Cuarto Mandamiento cruzó mi mente. Todo se emponzoñó del hedor de halitosis con el que Don Pedro acompañaba siempre la palabra del Señor y sentí un escalofrío. Así que cerré los ojos fuerte y recé tres “Jesusitos de mi vida” seguidos. Mi tía me había enseñado ese truco para perdonar pecados sin necesidad de contárselos a Don Pedro.

Con el último amén ya iba rumbo a casa, cuando una negra bandada de grajos barrió la solitaria calle y toda posibilidad de escapatoria.

A Manolín y a mí nos gustaba seguir los vuelos rasantes de estos pájaros con nuestras bicicletas, recorriendo las calles del pueblo. Viéndolos ahora, revoloteando incesantes a mi alrededor con sus espeluznantes graznidos, estaba segura de que Don Pedro los había enviado para obligarme a seguirles y honrar así el mandato de mamá para no arder en el infierno. Los grajos no desaparecieron hasta que no estuve ante la casa de los tíos.

No debía de haber intentado huir. Como castigo, mi penitencia ahora era llamar al timbre, aunque, como siempre, la puerta estaba abierta. Pero aquella tarde la oscuridad que emanaba de la casa la había transformado en unas terroríficas fauces negras. En mi cabeza volvió a resonar la voz que había querido disuadirme de ir allí. Tenía que frenarla porque escucharla era pecado. Así que di una bocanada de aire helado, logrando que los afilados cristales que sentía en la garganta se hundieran aún más. El dolor llenó mi mente, la voz se esfumó y por fin pulsé el timbre, haciéndose el silencio.

Los papás de Manolín no podían hablar ni tampoco oír por culpa del sarampión. Por eso la campana del timbre de su casa era muda, como ellos. En su lugar había una bombilla roja. Su haz de luz tiñó de sangre las fauces, anunciando la puerta al infierno. Y entré en él.

Como tantas otras veces, me dirigí hacia la habitación de mi primo enfilando el largo pasillo, en cuyas paredes sus numerosos logros escolares peleaban por abrirse un hueco. En un lugar de honor y enmarcados, estaban sus dibujos de pájaros. Eran lo que más me gustaba. Pero al observarlos ahora, descubrí horrorizada que las tinieblas los habían transformado. Las alas del buitre leonado se extendieron infinitas, acorralándome. Al intentar huir, el reptil del águila culebrera se enroscó entre mis piernas, haciéndome caer al suelo. Sentí entonces las garras afiladas del gavilán en mi espalda. Y al levantarme de golpe, los penetrantes ojos amarillos de la lechuza me dejaron clavada en el sitio, incapaz de dar un paso más. Así que volví a cerrar los ojos, apretándolos mucho, y me agarré a lo único que podía salvarme: la velita blanca que llevaba en el bolsillo. Rezando de nuevo la apreté tan fuerte que la partí en dos.

Y de repente, mis rezos se conjugaron con un tenue bisbiseo procedente de la habitación de Manolín. Agudicé el oído hasta que logré distinguir la única voz que quería oír: la voz de mamá.

Pero cuando entré en el dormitorio, mamá no era mamá. Ahora era un ser oscuro, tan lúgubre y frío como sus manos cuando me recibieron. No me abrazaron. Ni tampoco me izaron en el aire colmándome de besos. Tan solo cogieron los dos trozos de vela para amarrarlos con la cinta blanca, logrando un triste y ajado lazo. Encendió el cabo antes de entregármelo de nuevo y me ordenó acercarme a la tía.

Ella sí me abrazó y me cargó de besos, atrapándome en medio de un balbuceo agónico e incomprensible lleno de mocos y lágrimas que se me pegaron por todo el cuerpo. Hasta que una fuerza hedionda tiró de mí y nos separó.

Era Don Pedro. Al verle, el corazón me estalló en los oídos, mi respiración se desbocó y los cristales de la garganta me empezaron a sangrar por dentro. Me había atrapado y ya nada ni nadie podría salvarme. Ni siquiera mamá. Ni siquiera la tía. Ni siquiera Manolín, quien me esperaba envuelto en esa venda extraña, todo amarillo, como los ojos de la lechuza.

Con las manos de Don Pedro aferradas a mis hombros, avancé hacia las velitas blancas que alguien había colocado alrededor de mi primo. La cera derretida de la vela rota goteaba en mi mano, pero yo ya no sentía nada. Tan sólo me incliné sobre la caja blanca donde reposaba Manolín y le di por fin el último beso.

La campana de la iglesia repiqueteó alborotada. Su alocado tañido anunciaba que, esa fría tarde, el alma de un niño recorría las calles del pueblo con el gélido vuelo de los grajos.

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