Un amor distópico

Un amor distópico

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10/12/2017

Estaba tomando café con Víctor e Isabel. Víctor e Isabel son marido y mujer y Víctor sufre mal de Parkinson desde hace más de 20 años. El mal de Parkinson desgasta paulatinamente.

Estábamos Víctor y yo sentados a la mesa de la cocina, desayunando e Isabel merodeaba entre los fogones y la nevera. Desde el ventanal que daba al patio, detrás de la mesa, entraba la luz de las diez de la mañana sin la presencia del sol. Yo soy auxiliar geriátrico y llevo poco más de un mes prestando ayudas domiciliarias en casa de Víctor e Isabel. Me dan trescientos euros en negro al mes, por tres horas al día de lunes a viernes. ¡Una ofensa a mi profesión!

Encima de la mesa había mi humeante tacita de café y el vaso de café con leche ya frío de Víctor. Isabel sacó de un armarito una caja de magdalenas y puso una para mí a lado de la tacita del café. Luego continuó:

—¿Víctor quieres una magdalena tú también? ¿Quieres una magdalena, Víctor?

—No.— Contestó malhumorado Víctor.

—No.— Le hizo eco Isabel.

—¿Tomó sus pastillas? — Pregunté yo.

—¿Ésta es para mí?— Cuestionó Víctor indicando con un tembloroso dedo índice a la magdalena.

—Es para mí.— Le contesté yo. E Isabel, suspirando añadió:

—¡Sí las pastillas ya se las tomó.— Me miró — ¿Qué se puede hacer con un hombre así?

Isabel era una mujer que no pasaba del metro y sesenta, de casi ochenta años y con un carácter duro, ansioso e irremediablemente resignado. Le gusta mucho cocinar.

When marimba rhythms start to play
Dance with me, make me sway…


—De buena mañana ya preparando comida—dije mirando Isabel.

—Pues sí, ya ves. Y siempre pensando que le pueda gustar, luego se la deja en el plato. Esta mañana misma me dice: «Hazme sopa de arroz.» Y yo preparo sopa de arroz.

—Y usted le prepara sopa de arroz.

—Parte del arroz esta ahí— Indicando un plato encima de la encimera — En la sopa le echa patatas, estas de bolsa, estas grasientas.

Perplejo la voy escuchando:

—¿Qué le ha echado en la sopa?

—¡Me ha cabreado!—Protesta Isabel —Luego me pide picatostes. Frío unos cuantos. ¡Que quieres que te diga! Yo también soy humana y me enfado. No sé cómo podría llamarla, pero esta no es vida. Tengo derecho a enfadarme.

Víctor seguía con su desayuno, respirando pesadamente y mascullando respiración y pan mojado en café con leche.

Víctor tenía setenta y siete años. El Parkinson lo había encorvado y enrabiado. Ya tenía el corazón demasiado cerca del ojete del culo. Cara y brazos esqueléticos. Pero a pesar de su condición, las pocas veces que se encontraba mejor, sus gestos y movimientos, conseguían una cierta precisión.

Long before it begins
Make me thrill as only you know how…

Cuando los dejé era pasada la una del mediodía. Yo no volvería hasta el siguiente lunes. Aquel viernes acompañe Víctor que tenía visita concertada con el urólogo. La próstata no perdona ni a los enfermos de Parkinson.

En el momento que intentó mear para que el médico calculara la flujometría de su orina, Víctor, se la hizo en los pies. Isabel lo llamó idiota y el la mandó a paseo.

Una vez en casa siguieron discutiendo:

—Tú dirás lo que quieras, pero eso no es normal —protestó Isabel—. Te puede parecer un despropósito, pero es verdad. Ya estás acabado y yo no te aguanto más. Ahí fuera —e indicó el pasillo iluminado por cinco bombillas halójenas—es distinto el mundo, querido Víctor.

—¡Soy yo que llevo veinte años así!— Le rebotó.

—Y yo veinte años que te limpio el culo, ¿no es verdad, cariño?

—¡Apaga la luz del pasillo! que no me quiero gastar toda la pensión para que no te pegues la nariz con la puerta de la calle cuando por fin te vayas.

—¡Cabrón!—Lloró Isabel.

Bend with me, sway with ease
When we dance you have a way with me…

Hay momentos en la vida en que te das cuenta de que todo lo que te interesa del mundo está en la muerte. Isabel lo sabía. Isabel, durante los últimos veinte años, había vivido gritando «¡Yo existo!» «¡Yo existo!» sin encontrar otras palabras que añadir. A Víctor, ajeno, ya no le importaba ser de otro planeta. Perdido en el espacio, no tenía ninguna razón para existir.

Era sábado. Fue el sábado por la tarde, después de comer. Sentados en el sofá en el comedor delante de la televisión, después de Saber y Ganar. Isabel adelantó su cuerpo por encima del cuerpo de Víctor. Víctor fue a su encuentro. Se besaron. Con un movimiento seco, Isabel le arrancó la sonda estomacal. Víctor no se movió. De pronto la camisa de Víctor, a la altura del bajo vientre, empezó a mancharse copiosamente de un liquido de color rojo sucio.

—¡No es un capricho! ¡No es un capricho!—Le cuchicheó Isabel, pasando de la boca a la oreja de Víctor.

Víctor, mudo y sin aliento por el dolor, se quedó con la imagen, delante de su nariz, del collar de oro que colgaba del cuello de Isabel. Había sido su regalo de boda casi sesenta años antes. Lo agarró furioso y empezó a retorcerlo, hasta fijarlo mortalmente entre dos pliegues rugosos del cuello de Isabel. Pasó un instante, un nada y cambió el sentido de la vida.

La luz de la tarde desvaneció. El televisor se apagó después de dos horas, gracias al temporizador automático programado. Y el comedor se quedó a oscuras.

Dear, but my eyes will see only you…

Hoy es lunes. Ya llevo aquí abajo un buen rato tocando el timbre y nadie me abre. ¡Si se han ido de urgencias, por lo menos podrían haber avisado!

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