CUANDO LA NIEVE CAIGA EN PRIMAVERA

CUANDO LA NIEVE CAIGA EN PRIMAVERA

«¿Te volveré a leer, abuela?». «Quizá algún día, hija. Cuando las golondrinas decidan quedarse y la nieve caiga en primavera».

La abuela Sole se había quemado las muelas con Zotal; o eso acostumbraba a decir ella. No me resulta difícil imaginarla aplicándose semejante remedio en un momento de dolor insoportable. Para una mujer de casi un siglo, seis arrobas y ocho hijos aquello no debió de suponer más que un contratiempo; un episodio nimio y medianamente reseñable. O eso creía yo que creía ella. Pero quizá no era así porque el desdichado acontecimiento se repetía con demasiada frecuencia en su discurso. Ni la más mínima alteración de las palabras. Ni del orden. Solo cambiaba la entonación y la fuerza. Como una variación de un suspiro.

Dos nacieron muertos y seis vivos: los hijos. Me sobrecoge la imagen de la abuela engendrándolos —la corpulencia ruda del abuelo llenándolo todo —y trayéndolos al mundo —los hijos— en aquella fría alcoba sin ventanas. Las paredes desnudas y pobres. Y húmedas. Y pobremente encaladas. Y húmedos y fríos también los cuerpos y las sábanas. Y el crucifijo de madera, único testigo de todo lo que allí pasaba. Y un rectángulo abierto en el adobe como única salida. Y quizá una tela corrida como único marco separando vidas: la oculta de la luminosa; la pública de la prohibida.

Más allá de aquel enigmático espacio, principio y final de casi todo: «Anda, hija, pasa, dale un beso al abuelo» —y yo pasaba, estremecida por la doble sensación de frío, la de la muerte y la de la alcoba— más allá de eso estaban las demás cosas que daban vida a la casa: la máquina de coser, la mesa camilla, los tules calados de las ventana. Y más allá, la cocina de carbón donde no se cocinaba nada. Y más allá el largo y oscuro pasillo que servía de acceso a otras alcobas y al desván: paraíso infinito de la infancia. Y más allá, la verdadera estancia de vida, la del hogar, la del fuego lento, la del olor a cocido. Y más allá, el corral, con las cuadras, la pocilga, el gallinero. Y cubriéndolo todo, un espeso manto de calor de huevos recién puestos, de frío de invierno, de rojo de sangre de matanza, de olores ácidos, de gruñidos, de cacareos, de escasez, de miseria y de falta de esperanza.

No quedan fotografías de la abuela. De ninguna época. Me gusta pensar que fue muy guapa. Sí sé que era buena. Solo guardo el recuerdo entrañable de una anciana, siempre enlutada, con una bata muy negra, un moño perfecto y unas piernas curvadas. La recuerdo en nuestra casa. En los últimos años. Cuando ya su cabeza era un río revuelto donde apenas quedaban palabras. Y se reía. Y mostraba una almena en ruinas de dientes ausentes y encías rosadas. Detrás había un pozo oscuro, un foso de amargura. Y de olvido. No quedaban recuerdos. El balance: dos hijos que nacieron muertos y seis vivos.

Cuando se cepillaba el pelo lo hacía de lado y lo convertía en una cascada ondulada entreverada de blancos y grises. Una bandera de rendición que dejaba ondear unos instantes y después izaba en aquel moño perfecto: bien trenzado y tirante. «Anda, hija, acércame el peine y la palangana». Ya peinada, los brazos cansados del esfuerzo, se quedaba allí sentada; en el corral; al sol del mediodía. Una figura negra deslumbrada por una luz intensa. Los ojos verde mar proyectando en el suelo corales y peces y derramando tristeza. Un preludio de la ceguera irremediable que vendría, más pronto que tarde, bajo la tierra.

A la abuela le gustaba la lectura. Mejor dicho, que yo le leyera. «Anda, hija, léeme un poquito». Y yo, con un entusiasmo siempre nuevo y desbordado, cogía aquel libro de viejo que había comprado en Salamanca: Nicolasito, se titulaba. No puedo comprender ahora qué recónditas razones me llevaron a comprar aquel libro de cuyo argumento no recuerdo absolutamente nada. Pero a ella le gustaba. Antes de empezar, se removía en la silla, la levantaba un poco con aquellas manos suyas surcadas de venas moradas y hacía ademán de acercarse, pero no se acercaba. Bajaba los párpados a media altura, cruzaba un pie sobre el otro y se alisaba la bata. Ya podía empezar. Cuando quisiera.

La abuela olvidaba su vida a la misma velocidad que la de Nicolasito avanzaba. Escuchaba atentamente sin rastro de cambio emocional; ni en sus manos, ni en su cara. Se quedaba muy quieta y callada. No decía nada. Imposible averiguar si sus labios finísimos trataban de dibujar una sonrisa o estaba muy enfadada. Los ojos entrecerrados, silenciosa, ausente, como si ya no estuviera, muy lejana. Y yo, asustada, dejaba de respirar un instante para que ella respirara. «¿Abuela?». Y por fin un suspiro profundo arrancado con dolor desde el centro de la Tierra. Todavía había vida aunque de lo demás casi no quedara nada. Y la abuela avanzaba rápida en su viaje. Y se despedía de las cosas; cada vez más liviana. Y se acercaba un poco más a los hijos: a los muertos. De los vivos se alejaba.

Y yo la miraba y la miraba tratando de distinguir qué líneas serían arrugas y cuáles surcos de lágrimas. La única fotografía que me queda: el negativo cambiante de mi memoria y una abultada colección de pinceles chorreando nostalgia.

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