Todos los miércoles mi hermana menor, la que nació hablando, iba a la iglesia, le llevaba frutos al párroco y, de paso, pedía por un milagro para su sufrimiento.

Me apena decirlo, pero el fallecimiento de su primogénito fue para mí una experiencia dolorosa, única, placentera, extraña y, a pesar del desconsuelo infinito de mi hermana, yo sentí una profunda emoción. Era como estar sumergida y flotar a la vez en un arrobamiento místico. Llegué a ver hasta bonita a esa pelona endiablada, catrina, novia fiel que llega sin avisar. Puedo decir que la criatura al morir era un feliz serafín. Lo supe después de su partida. Además, Dios me preparó para ese acontecimiento.

Aprendí desde siempre con mi bisabuela a tomar en serio lo que sueño. Meses antes del triste episodio soñé con una botija en el jardín. Una voz muy clara me dijo: “Una mata en un porrón de tu patio tiene un tesoro”. Al despertarme, inquieta, salí a revisar el terreno. Parecía un peladero de chivo, ni una planta ni una flor. En ese instante dije: ¡Voy a arreglar esto! En menos de lo que canta un gallo crecieron exóticos lirios. Coloqué bancos con troncos de palmas y tablones de robles. Recogí piedras de todos los tamaños, texturas y colores de muchos lugares. La creación de mi vergel parecía el relato del patito feo. Simultáneamente adelanté la navidad para octubre. Mi hogar brillaba y despedía la olorosa magia del sueño. La casa estaba preparada para algo excepcional por develarse.

Un día mi hermana Virginia, suplicante, pidió pasar una temporada con nosotros. Me causó sorpresa pero, a sabiendas de su situación, accedí de inmediato. Y se prolongó la estadía.

El cuarto donde los hospedé quedaba frente a la entrada. Allí resaltaba un risueño querubín. Al permanecer abierta la puerta se podían visualizar luces navideñas entre lirios anaranjados, violetas y blancos. Mi hermana le describía al niño el ambiente a su alrededor. Había perdido la visión. En las noches, sentados frente al árbol de navidad, le detallaba los adornos. Y él se alegraba como si los viera. No sobrevivió un mes.

En otro sueño vi el día exacto de su viaje. Aún desconocía por qué mi casa y por qué yo. Sin embargo, mi fascinación era indescriptible y le confié al médico lo contrariada que me sentía con algo tan incongruente.

Ese día madrugué y salí a comprar flores amarillas, favoritas del chiquillo; luego pasé a pedirle al sacerdote que lo visitara. Era la fecha prevista en mi libreta de sueños como su “carta en el talón”. Papá decía: Al nacer, algunos traemos registrado en el pie nuestro tiempo en este mundo.

El profetizado día llegó. Por pedido de Virginia, mientras fumaba en los bancos del patio, fui a cuidar a mi sobrino. Entré a la habitación y, al contemplar su rostro perfecto pero pálido, presentí el final. La gordura por efecto de los medicamentos había disminuido.Y allí estaba como un angelito de los pintados por los grandes del Renacimiento con carita redonda y pelo ensortijado. Me senté a su lado y lo tomé de las manos. Sus dedos comenzaron a tornarse azules.¡Se veía tan tranquilo! Comencé a hablarle ¡Se iba! Lo sentí…¡Era nuestro momento! No quise avisar a su madre. ¡Su último suspiro debía ser conmigo! Allí me enteré del porqué yo. Sólo él y yo lo supimos.

No todos los días tenemos el privilegio de despedir un mensajero de Dios. Hizo lo que tenía que hacer en esta vida y cumplida su misión se marchaba. Me di cuenta de que era el elegido para llevar mi mensaje al más allá, cuyo contenido conocí en ese instante, y se lo susurré al oído. Él terminó de separarse. Y allí sí, llamé a sus padres. Ellos entraron en silencio, serenos, como si ya lo supieran. Lo vistieron con su traje favorito, botas rojas, pegaron tatuajes en sus brazos y colocaron un oso Winnie Pooh, juguete compañero de los últimos días. Luego entró el sacerdote a bendecirlo; no le hacía falta. Mi hermana hizo algo desconcertante. Aún me estremezco al recordarlo. Le cantó tres hermosas canciones. La voz brotaba dulce y vibrante, parecía salir de los huesos, de la sangre, de las vísceras. Canto hondo lleno de amor. Un sentimiento puro y lacerante invadió la habitación, formando un estero de lágrimas que fluyeron sin escándalo. Pero el dolor no me tocaba, era una extraña observando una obra numinosa. No podía perder el mínimo detalle. Lloré a los tres meses.

Transcurrió el tiempo y Virginia continuaba con nosotros. Decía: Sigue aquí…y era cierto. Yo lo veía en mis pinturas y en muchos objetos. Cuando regresó a su casa y el dolor con ella, los gritos alcanzaron el vecindario. Su hijo pareció morir en ese instante. Al final lo dejó ir, sin embargo, no cantó más.

Algunos años después recibió una bendición, Calixta y Sofía. Cuando llegaron las niñas, mi hermana pequeña la que nació hablando, volvió a cantar.


Mi hermana Virginia, la que nació hablando, y yo

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