Allá por el año 67, recuerdo el cumpleaños de mi abuela Alicia en su piso de la calle San Bernardo en Madrid. Por aquel entonces su salud había empeorado.

Me veo andando por aquel largo corredor que atravesaba el piso y a cuyos lados se abrían estancias. Me encantaba el sonido de la madera de aquel pasillo que llevaba a un salón grande y de techo infinito, en cuyo centro estaba dispuesta una mesa con mantel de encajes blancos, donde había viandas sorprendentes para mis ojos de niña. Era la primera vez que supe qué eran los canapés y esas bolitas negras que olían a pescado. Todos sus hijos acudieron a la cita con sus respectivas parejas. Charlaban animadamente y reían de vez en cuando, excepto si se tocaban ciertos temas. Cuántos recuerdos enterrados por el silencio.

Paola, mi madre, dispuso todo con gran dedicación durante todo el día. Era una mujer muy familiar de sonrisa dulce y suave voz que hacía ablandarse a todos. Tenía la piel delicada y el pelo castaño. En aquella ocasión, se permitió un asomo de coquetería y se dio sombra en los ojos. Estaba sentada a la derecha de mi abuela y con sus ojos fijos en ella y, sin embargo, no la miraba. Era como si viese a través de ella, de un modo especial, como ese instante en el que se puede percibir la fina frontera que separa el otro mundo y éste.

En la silla de al lado, Andrés, mi padre, cuya familia era republicana y había sido castigada durante el franquismo, se había convertido en un alma rota que ya difícilmente se podría recomponer. Hombre menudo y nervioso, que parecía joven hasta que le mirabas a los ojos y te dabas cuenta que era un alma envejecida por la tristeza.

A la izquierda de mi abuela se sentaba mi tía Marisa, monárquica de toda la vida. A mí me fascinaba. Era una mujer de piel morena con dedos delgados y las uñas pintadas de rojo. De pelo negro recogido en forma de moño italiano y un hermoso broche en forma de mariposa, que brillaba en la solapa de su camisa blanca y contrastaba con su falda negra.

Pedro, su marido, era un hombre solitario, no quería puentes con el mundo y se escondía en su caparazón arisco. Apenas miraba a los demás, pero cuando podías verle de frente te dabas cuenta de sus ojos claros, penetrantes y cristalinos. Sus lentes aumentaban el tamaño de sus ojos, enmarcados con una montura grande que le daba cierto aire de notario de provincias.

Y por último, mi tío Aquilino: el soltero. En él era todo mediano. Hombre de mediana edad, de mediana estatura y de mediana calvicie, que sonreía de modo afable, y siempre vestía un traje negro. Si te lo hubieras encontrado en la calle, ni te hubieras fijado en él. Me hacía gracia que bebiera a sorbitos y probara de todo con un paladar exquisito.

Hacía tiempo que no coincidían en ningún evento familiar. Al principio todo iba bien hasta que salió el tema de la política entre mi padre y mi tía Marisa. El champán había hecho que las voces se elevaran bastante y el asunto no pintaba nada bien, incluso se oían golpetazos en la mesa. Entonces mi madre, con un solo gesto, consiguió que las aguas volvieran a su cauce. De repente, un silencio se hizo y Aquilino dijo: «Ha pasado un ángel». Todas las miradas fueron dirigidas hacia mi abuela, que tenía sus ojos llenos de lágrimas.

Recuerdo sentarme en el regazo de mi abuela y que me estrecho contra sí con fuerza. Supe entonces, sin poder explicarlo, que había empezado a morir.FIN.

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