La canción del granizo.

La canción del granizo.

Fabian Amad

27/11/2017

La prolongada entrevista se había detenido en un segundo que no concluía, petrificado entre dos latidos registrados por mis sienes. Hacía tiempo que venía desocupado y la sombra de la desesperación trepaba por mi garganta, no eran buenos tiempos, como siempre lo han sido, para los que nacimos en el lado equivocado de la vida.

Ella ojeó el currículo, suspiró y disparó:

-¿Tiene experiencia de trabajo en equipo?

La pregunta me desubicó, intente una respuesta pero solo pude balbucear. Me miró sonriendo, divertida por mi incomodidad, con un ademán de cabeza me invitó a contestar.

Creo que en los momentos desesperados, el universo conspira para salvarte, esta vez el que acudió en mi rescate, fue mi abuelo.

Desande el camino de mis días volviendo, a la vieja finca, con la piel florecida de sentimientos primitivos.

Buceando en lo profundo de mi alma, relaté como mi abuelo me inició en los misterios de la poda y el atado del sarmiento, el secreto que esconde la flor del durazno y de cómo se cosechaba la aceitunas sin dañarlas.

Mi entrevistadora empezó a fruncir el ceño, preguntándose para sus adentros hacia donde iba con mi historia. La ignoré y seguí hablando serenamente.

Las vacaciones, eran para mí como un posgrado de amor y fidelidad a la tierra . Aprendí a cuidar el agua como la sangre misma y de la sangre misma, sellar promesas con la viña.

Sin embargo, la más grande lección vino de la desgracia. El mal se agazapa en lo más hondo, arremete… es como si Dios, por un instante, nos abandonara para siempre.

Era enero, acompañábamos al abuelo que regaba. Cantábamos y reíamos con mis primos, indisciplinados purretes de piel dorada y pies descalzos. Él se detuvo en seco, vertical al cielo y nos calló con un ademán de sus toscas manos. Leyendo el horizonte, me dijo con tono imperioso:

-Llévalos a casa rápido y llama a tu abuela.Viene tormenta y trae granizo.

Corrí a la velocidad que podían mis flacas piernas, guiando a los chiquillos, hasta la casa. Creyendo que era un nuevo juego, me seguían riendo.

-¿Qué sucede?- interrogó mi abuela.

-Tormenta, parece e brava.

Secó sus manos, mandó a todos a las habitaciones, yo me quedé en la cocina, estaba muy asustado, no soportaría a esos mocosos confinados conmigo.

Él, cerró el establo, ella se dedicó a descolgar la ropa tendida.

Se quedaron en la puerta que daba a la galería de chapa, uno de pie con los puños apretados, la otra con las manos unidas, estrujando el rosario heredado de vaya a saber que tía solterona. Eran la imagen de la desesperación ante lo inevitable, un Goliat todopoderoso, frente a David, despojado, inclusive de su honda. La puesta en escena de una historia repetida millones de veces desde que el hombre labra la tierra. La naturaleza tomando su cuota ineludible de todo lo que el humano le quita. Rito y ceremonia necesaria del vivir en esta maravillosa y desmedida naturaleza.

El granizo llegó, cantando su canción de miedo. Melodía monocorde sobre los techos, que de tan intensa, simulaba al silencio. Se llevó consigo las uvas ya cuajadas, los duraznos pintones, deshizo la huerta, demolió espalderos de tomates y las ciruelas quedaron sonrojando el suelo.

En un instante de locura, mi abuelo, salió con sus brazos en alto, invocando extraños conjuros salpicados de blasfemias, buscando el porqué de tanto trabajo perdido. Guerrero cargando contra un millón de peñascos helados, indiferentes al dolor y a los sueños rotos de ese viejo. Cayó de bruces sobre el barro, amasándolo en sus puños impotentes, ella sacó una manta del viejo ropero y lo siguió al centro del mismísimo infierno, lo abrazo por detrás, cubriéndole su cabeza y su espalda.

Se quedaron allí, abrazados, llorando de rodillas en la greda hasta que escampó. Con mis primos y hermanos mirábamos la escena que nunca se borraría de nuestra memoria. Siempre pensé que ser adulto me llegaría con los años, pero en ese instante dejé mi infancia para siempre. Se ayudaron mutuamente a levantarse, se abrazaron con una ternura que no puedo exponer en palabras. Mi abuelo nos miró y al ver nuestros ojos de miedo, ensayó su mejor sonrisa.

-Vamos a cenar, nos dijo, mañana hay que limpiar todo.

Esa noche el volvió a reír, entreteniéndonos con sombras chinescas hechas con sus manos a la luz de un farol de gas. Intacto por fuera e indescifrable por dentro. Mi abuela lo miraba con un brillo adolescente en los ojos, creo yo, que mezcla de orgullo y amor infinito, por el compañero que la vida le diera.

Detuve el relato y mire a la licenciada que me entrevistaba, tenía sus ojos mojados y lo quiso disimular con una tosecita. Sonreí para mis adentros.

-Hoy en día, la casona ya no existe, pero la memoria de esa tarde perdura y me recuerda que en cualquier momento, puedo perder todo lo que sembré durante años, sé que cuidar lo sembrado es sagrado y que solo se salva aquel que tiene quien lo acompañe, nadie puede atravesar sus propios infiernos caminando en solitario. Y si creo en la tribu, si creo en la manada, si creo en la familia, es gracias a que mis abuelos me enseñaron que no estoy solo y que mañana será otro día. Espero que esto responda su pregunta.

Caminaba por la Alameda de regreso a casa, el suelo estaba tapizado de flores amarillas de las tipas que jugaban en contraste con el gris pavimento, jaquelado como un infinito tablero de ajedrez. El sol de la tarde, penetraba entre el follaje produciendo claroscuros en las fachadas, dibujando las sombras chinescas de mi niñez.

Todavía resonaban en mis oídos las palabras de la licenciada.

-Bienvenido a nuestra empresa, comienza el lunes.

La alegría me desbordaba y algo de la luz que jugaba con las copas de los árboles también iluminaba mi alma. Y estoy seguro que en alguna parte del universo, el abuelo orgulloso de mí, se reía a carcajadas.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS