A causa de su temprano fallecimiento, debido al cual solo persiste en mi recuerdo la imagen de una mujer joven, tal y como quedó grabada en las fotografías de esa época, olvidé los relatos familiares que mi madre atesoraba en su memoria. En uno de los viajes que hice décadas más tarde a la aldea donde había nacido, y al final de una comida con su hermana pequeña, para entonces convertida en una septuagenaria, encontré en un armario varias cajas de cartón provenientes de la casa de mis abuelos. Hablé largo rato con ella de su contenido, que abarcaba un extenso periodo comprendido entre su infancia, a finales de los años treinta, y quizá la segunda mitad de los sesenta, cuando sus padres murieron uno a continuación del otro y los vínculos fraternales empezaron a debilitarse. Aquella acumulación desordenada de esquelas mortuorias, invitaciones de boda, recordatorios de bautizos y comuniones, estampas religiosas y deslumbrantes tarjetas postales, contenía también una serie de instantáneas en blanco y negro en las que aparecían algunas personas que no logré reconocer a simple vista. Hubo una, entre todas ellas, que captó de inmediato mi atención.

Detrás del rostro de mi madre aparecía otro, el de una anciana cuya identidad, visible únicamente en sus rasgos faciales, pues la mortecina iluminación de la estancia ocultaba el resto de su cuerpo, me resultaba desconocida por completo. Mi tía observó el retrato sin pestañear, como si hubiera redescubierto una parte de su propia vida, olvidada no tanto por el tiempo transcurrido como por la desaparición de aquella cara en su recuerdo, e identificó a la mujer como su abuela materna, de quien yo había oído hablar vagamente en mi infancia. Es la única fotografía que tenemos de ella, dijo. El contraste de su severa expresión, casi fantasmal, con la resplandeciente sonrisa de mi madre, que en esa época estaba embarazada de mí o a punto de estarlo, o quizá acababa de dar a luz, me provocó un repentino desasosiego: una encarnaba la vejez que la otra jamás alcanzaría.

Pero en ese instante, que mi padre capturó sin la menor conciencia de la dureza con que el futuro se abatiría sobre él, solo eran dos mujeres cuyas vidas, entrelazadas en el destello preciso de un flash, volverían a separarse al cabo de dos semanas, cuando mi bisabuela falleció de súbito en la misma casa donde había nacido ochenta y nueve años antes. Toda muerte, como aprendemos en el dolor del duelo, conlleva un número infinito de pérdidas. La mayoría de nuestras vivencias íntimas desaparecen porque nunca las dimos a conocer. De las restantes, unas pocas se convierten en recuerdos y otras devienen en mitos. Aquellos alimentan el desconsuelo y estos, en el mejor e improbable de los casos, la literatura. Mientras yo apreciaba la sencilla belleza de las fotografías, mi tía me enseñó una en la cual aparecían ella, mi madre y otra tía mía, la mediana, en la feria de un pueblo cercano a la cual debieron ir un domingo de verano, puede que inmediatamente después de terminar la guerra civil.

Reconocí a la mujer adulta que las acompañaba, la hermana mayor de mi abuela, y me preguntó si yo conocía la historia de su nacimiento. En un durísimo invierno, dijo, a comienzos del siglo pasado, mi bisabuela se puso de parto en mitad de la noche. Como la vivienda del médico distaba tres o cuatro kilómetros de la casa familiar, al otro lado de un monte a cuyos pies el río marcaba las lindes de las fincas donde apacentaban el ganado, se hacía necesario recorrer ese largo trayecto a pie o a lomos de caballería.

Mi bisabuelo preparó una bolsa con ropa, comida y vino, descolgó del armero la escopeta de caza y ensilló una de las mulas que descansaban en el establo. Enfilaron el camino bordeado de robles, muros de piedra y portillas de madera, cubierto de nieve virgen, con la esperanza de llegar a tiempo al pueblo. Apenas habían recorrido un centenar de metros cuando un lobo les salió al paso. Lo conminó en voz alta a apartarse, usando toda la energía que el pánico le permitía, porque estaba convencido de que la manada rondaba por allí cerca y se lanzaría sobre ellos si venteaban su miedo, pero el animal siguió allí detenido. En el instante en que se disponía a apretar el gatillo, el lobo dio un salto en la oscuridad y reapareció a sus espaldas. La luna llena parecía congelada sobre la espesura. Con el cuerpo cada vez más entumecido por el frío, mi bisabuelo decidió reemprender la marcha, no sin antes volverse hacia el lobo y decirle: «No vas a dejarnos tranquilos, ¿verdad? Has olido a mi hijo y es a él a quien buscas. Sabes que te pegaré un tiro en cuanto acerques el hocico. Tú verás». Y siguió hablando, paso a paso, mientras bordeaban los prados que circunvalaban la montaña y se aproximaban, sin cambiar el ritmo, a las afueras del pueblo, del cual se intuían, igual que luciérnagas heladas, las luces dispersas de los candiles que ardían tras las ventanas. Mi tía no supo contar mucho más, salvo que el lobo se esfumó al olfatear el humo de las chimeneas y que a mi bisabuelo, al entrar en la casa del médico, se le había blanqueado por completo el cabello. Me dio la impresión de que dudaba en añadir un último detalle. Y así lo hizo. La hermana de mi madre nació con un angioma en la espalda, dijo, una mancha roja del tamaño de una pezuña y con idéntica forma. Mi bisabuelo desapareció en la montaña muchos años después. Los vecinos no encontraron su cuerpo ni rastro alguno de su paradero, pero al invierno siguiente abatieron a un lobo de pelaje blanco y mi bisabuela, tras conocer la noticia, corrió a su casa a vestirse de negro. Ese luto era el que aparecía en la fotografía de mi madre. Invisible, como todas las ausencias.

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