Una recta y sólo una

Una recta y sólo una

El álbum de fotos de la familia está en casa de mis padres. De jovencito, le tuve un apego especial, porque yo lo creé a partir de las fotos guardadas en una caja de camisas más vieja que yo; es decir, cuando empecé a ordenar y pegar fotografías, aquella caja de cartón tenía menos de veinte años.

Ahora, el álbum es de mi hermana, porque ella vive en la que fue la casa de nuestros padres. Es lo que a veces pasa en los divorcios, que para dar un paso adelante hay que regresar. Cuando yo me casé, no me llevé ninguna de aquellas imágenes antiguas, porque todas estaban en su sitio. Era joven y me bastaba con saber que estaban allí. No las echaba de menos, hasta que una semana después de morir nuestra madre, mi hermana empezó, cada dos o tres días, a compartirlas conmigo. Fotografías a color de fotos a blanco y negro. Una mía, en un patio, jugando bajo el sol de invierno. Otra en que papá, en el salón, posa sonriendo junto a la enciclopedia de seis tomos, verde, recién comprada, con la que yo hice los deberes de lengua, historia, matemáticas. Otra de mi hermana con mamá, con un abrigo que lucía pesadísimo, en medio de un parque. Y otra de nuestros padres, tan ellos mismos que no parecen padres de nadie. Sólo Pablo y Emilia.

Son las fiestas del pueblo, ríen los dos porque han podido hacer un alto en el ajetreo de sus vidas. Eso son las fiestas: unos días en los que rige otro orden, no hay rutina y es el momento de ponerse unas gafas oscuras como en una película, le sugiere Emilia. Y Pablo lo hace, aparentando que no hay nada más allá de ese segundo en que, sin darse cuenta, alguien hace una fotografía. En tiempos de esa foto, yo no existía. Tal vez mi hermana sí, aunque no estoy seguro del todo. Pablo y Emilia se casaron algo mayores, porque no tenían dinero. Pablo se fue unos años al lado del mar de Oropesa para encontrar el pan de cada día y Emilia al frío que rodea Cuenca para ahorrar un poco. También acumularon historias y Pablo, siendo ya mi padre, me confiaba que el mar de Oropesa es caliente, verde, azul y hasta negro cuando se enfada. Emilia, en el papel de madre, contaba cómo tenía que servir las tortillas todavía infladas y, si no lo conseguía, tenía que devolverlas a la cocina, en medio del invierno de Cuenca. Son historias que yo he contado a mis hijas, porque eran historias de mis padres.

Recordé tantas cosas con esa fotografía que la compartí en Facebook, para que mis primos y mis amigos la vieran: me gusta, me encanta, os queremos, qué jóvenes estaban, cómo se ríe el tío Pablo. Y una de mis primas me envía a mí, sólo a mí, una foto de otra foto al día siguiente. Me la encuentro en el móvil, por la mañana, cuando me levanto. Es lo primero que veo y me gana la lentitud de una manera que no había imaginado. Tanto que, antes de mediodía, no puedo más y se la mando a mi hermana. Y ella puede ver, como yo, que ellos están en el pueblo, otra vez, el sol les da de frente y el viento les despeina. Son Emilia y Pablo, nada más, de nuevo. Él tiene la mirada que también es mía. Ella parece más solemne, como si pensase que es su última fotografía juntos. Hablo con mi hermana, ella busca y yo también. Al final del día, aprendemos que no tenemos ninguna foto posterior en la que estén los dos juntos, como si a partir de ella sólo estuviéramos mi hermana y yo, cada uno con nuestras propias vidas y las historias de nuestros padres, algunas comunes y otras íntimas, de cada uno, pero en las que ellos sólo son nuestros padres.

De vez en cuando, mi hermana me sigue mandando fotografías del álbum familiar y yo la llamo para contarle historias que eran mías nada más. Con el paso de los meses, nos vamos dando cuenta que entre la foto a blanco y negro –donde la juventud va quedando atrás pero no olvidada– y la otra a color –en la que una sombra roza el hombro derecho de mi padre–, están todas esas imágenes que me envía y los momentos sin importancia que recuerdo: una foto de nuestra madre en la boda de uno de los tíos; un recuerdo en el que me agacho en medio de la cocina y mi madre me dice que deje de hacer construcciones con las latas de sardinas y los botes de tomate; otra foto de nuestro padre con mi hermana, en medio de la calle, estrenando un vestido con unos colores que fueron vivos y que ya no se distinguen; mi madre preguntándome qué hago mirando las burbujas de jabón en el fregadero y yo le contesto que reflejan arcoíris; una tarde en que mi padre abre un tomo de la enciclopedia verde y me explica que por un punto pasan infinitas rectas, pero por dos puntos pasa una recta y sólo una.


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