Manuela o los silencios

Manuela o los silencios

¿Por qué su madre nunca la protegió de aquél hombre cruel, zafio, libidinoso, sátiro, incestuoso, pedófilo, nefasto?

¿Por qué su padre, queriéndola proteger de todos los hombres, aquellos que podrían “desgraciarla” (así se decía) y los que no, le prohibía frecuentar a muchachos de su edad –“por lo que pudiera pasar”? Ni siquiera le permitió ir al colegio, alejado de la casa de labranza en que vivían, por si en el camino alguien pudiese hacerle un daño que ya desde la más tierna infancia le había causado irremediablemente aquél tío de su madre, el zafio, el sátiro, el pedófilo, etc., etc……

Corrían los años cuarenta y principio de los cincuenta del siglo pasado, y Manuela sólo asistió un año a la escuelita del pueblo, cuando su hermano mayor pudo acompañarla por el camino polvoriento que serpenteaba en ese páramo, ese secarral sólo recorrido de vez en cuando por alguna carreta de mulas. Luego Joaquín tuvo que irse a quedar al pueblo, contratado como aprendiz en aquella ferretería, donde empezaba tan temprano que su madre prefería que el pobrecito durmiese en casa de su tío abuelo para no tener que madrugar tanto.

¿Qué importaba si la niña perdía grandes posibilidades de socializarse, de aprender, instruirse, crecer como persona pensante? Si al cabo, con que supiera hacer “sus labores”, con lo bonita que era, no le iban a faltar pretendientes.

Manuela se estremeció recordando esas infames siestas en que el tío Ramón se la llevaba a la cama –a sabiendas de todos- porque le gustaba que la linda muñequita le hiciera compañía y “jugase” con él a juegos que todos fingían ser inocentes y que a ella la dejaron marcada de por vida.

Tan marcada que un día el tío, queriendo obligarla a quién sabe qué repugnantes tocamientos, a los que ella se negaba, terminó sacándole el brazo de su sitio y dislocándole el hombro, y ante los aullidos de dolor de la chiquilla pretendió que había sido “jugando”.

Cada uno de sus sollozos apelaban a su madre implorando su rescate y su consuelo, pero se topaba inexorablemente con el muro de silencio y de miedo que Ramón infligía a su sobrina y a toda la familia por extensión, ¡allí mandaba él, que se supiera!

Ni siquiera el padre de la pequeña se enfrentaba a la bestia, debilitado como estaba por el alcohol y los juegos de apuestas con que intentaba buscar refugio fuera de esa familia ruin, asfixiante, hermética hacia el exterior.

Cuánta oscuridad en esa familia que aparentaba ser “normal” y bien avenida ante el vecindario, ¡cuánto abuso, cuánto dolor!

Mucho más tarde Manuela comprendió que las aplastantes e ineludibles reglas de la casa, del estilo “la mujer en casa y con la pierna quebrada”, no tenían otro origen y fundamento que el conocimiento del comportamiento del hombre identificado con el papel de tal, hombres libidinosos y despectivos hacia las mujeres en general eran los que más celaban a sus “mujercitas santas” y a sus virginales hermanas. Conocían a la perfección los apetitos inconfesables que podían despertar en el macho, por sentirlos en sus propias carnes.

Pasaron los años. Manuela dio calabazas uno tras otro a todos los pretendientes que pidieron permiso a su padre para hablar con ella desde el otro lado de la reja, siempre con la presencia de alguna hermana o de su propia madre como carabinas. No sólo su profundo miedo y asco hacia el varón, ese desconocido, por no haber compartido jamás juegos con él, la disuadía de acatar la perspectiva de una pareja. Tampoco quería que le sucediera como a su hermana Gloria, la mayor de las cinco hermanas. Un día llegó preñada y sin poder aspirar a una boda “decente”, ya que el progenitor desapareció del pueblo en cuanto ella le informó de su estado. Su madre ocultó cuidadosamente la circunstancia y se llevó unos meses a su hija, so pretexto de visitar a unos parientes: a su vuelta, una preciosa bebé entre los brazos, pregonó a los cuatro vientos lo mucho que se parecía a su marido. Aurora, como el resto del pueblo, creyó durante años que su abuela era su madre, y su verdadera madre, su hermana. Ambas se llevaban muy mal, por cierto, sin duda Gloria se sentía frustrada por no poder demostrar su amor materno, y Aurora no soportaba sus reprimendas o consejos, ¿con qué derecho se metía en su vida?, se quejaba siempre a su madre/abuela.

Lo cierto es que Manuela se negó a tener comercio alguno con el otro sexo, vivió en soledad una vez emancipada de sus padres, hasta el día en que conoció a una persona apasionada y afectuosa que le abrió unos horizontes vastos y prometedores.

¿Qué importaba si sus atributos eran masculinos o femeninos? Su cariño, su ternura, su respeto, su aceptación, fueron espacios en que Manuela se sintió persona otra vez, deseó celebrar la vida en todas sus acepciones, y finalmente ansió alumbrar otro ser porque su existencia no iba a ser lo bastante larga para agradecer todos y cada uno de los dones con que se sentía día a día agasajada. Afortunadamente, por aquellos años ya se habían perfeccionado bastante las técnicas de reproducción asistida. Nació una niña, Federica, y con ella una explosión de felicidad que Manuela no creía ser posible en este mundo. Su verdadera familia empezaba ahí.

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