En una habitación oscura, mohosa, que olía a cigarrillo, alcohol, vómito y otras porquerías, es el lugar menos indicado para tener un bebé pero ¿qué podía hacer una mujer sola y desvalida? No tenía otro lugar más al que acudir sino ese cuartucho de paredes marrones manchadas de quién sabe qué, con algunos pedazos del tapiz desmoronados.

Ahí en el suelo nací yo. Fue un parto difícil para la mujer que no tenía fuerzas casi para gemir y cuando por fin terminó el parto, salió un endeblucho y escuálido ser que todavía se daba el lujo de berrear a todo pulmón mostrando vida en lo que ésta abandonaba a esa pobre mujer, dejándome a mí solo en el mundo, en lo que fue un 26 de noviembre. Después de que pasara esta tragedia, yo, un apenas nato, fui llevado, tal vez por la benevolencia de la mujer que ayudó en el parto a mi madre, en una manta al frente de un orfanato.

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Muchos ven el amor de su madre al nacer, pero yo no, pues cuando nací mi madre murió, lo que no me dio tiempo de conocerla.

Lo que sé es que era muy pobre. Escuché rumores de que tal vez haya sido prostituta y que quedó embarazada de uno de sus clientes y que en vez de abortarme decidió tenerme. También, que una compañera me dejó en un orfanato, del cual me adoptaron en una familia con problemas.

Mi padre adoptivo era como un señor honorable: alto, imponente, tanto en su carácter como en su imagen, pero la realidad era otra. Le gustaba la bebida y el cigarrillo y era amante del juego de cartas. Aunque en la calle parecía todo un señor respetable, en la casa, después de emborracharse, me pegaba a mí y a mamá, quien, aun siendo adoptado, me trataba como su sangre, esforzándose cada día por esconder sus golpes de mí y de los vecinos; golpes que el maldito le daba en lugares donde dolían por días, pero que no eran tan visibles.

Yo crecí en ese ambiente.

Después de cumplir 8, una noche le pregunte al ogro, pues así lo veía a esa edad, que si yo era su hijo; y el sin compasión respondió un seco “NO” con unas voz áspera y desligada de todo afecto o cariño, combinando una mirada de odio y desaprobación. Esa noche llore tanto que enferme, mientras escuchaba como mamá le reprochaba lo que me hizo. Desde entonces maduré a esa corta edad. Sí, maduré, haciéndome una promesa: si tenía la oportunidad, alejaría a mi madre de ese maldito ogro.

Y desde entonces estudié hasta convertirme en uno de los más grandes inversionistas de mi país, lo cual me dio el poder suficiente para tomar a mamá, y largarme de esa maldita mazmorra que los vecinos llamaban “el hogar perfecto”.

Compré una casa de tres pisos, posada en una pequeña colina, rodeada de un gran jardín lleno de hortensias que, además de ser la flor favorita de mamá, fue el nombre de una bebé que mamá perdió por culpa de una fiebre que le dio estando embarazada, a los tres meses de gestación, dejándola sin hija y sin la posibilidad de volver a intentar. Por esa razón fue que yo llegué a su quebrantado hogar siendo todavía un bebé.

Todo era bello, y perfecto.

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Un día como cualquier otro, voy con mi madre caminado por la calle; veníamos de una reunión de lectura que hacía todos los domingos con unas amigas de mi madre.

La calle estaba sola, hacía frío ya que había llovido, y era de noche.

Decidimos caminar pues la casa no estaba lejos; eran unas pocas cuadras, y siempre lo hacíamos.

Un hombre mal trajeado, demostrando ser un vagabundo, salió de las sombras de un árbol con unas ropas sucias, un gabán de un color dudoso, el rostro sucio de hollín, barbado y se nos acercó.

–Por favor, mi buen varón, ¿me ayudaría a llenar mi estómago con unas cuantas monedas? —dijo, mostrando una sonrisa llena de pútridos dientes y destilando un olor nauseabundo de su ropa y su boca.

–No tengo dinero —le respondí tratando de avanzar, tomando a mi madre del brazo para seguir nuestro camino.

El hombre se atravesó en nuestro camino y repitió.

–Por favor, mi buen señor.

—No. Ya le he dicho y permiso —le respondí, quitándolo con un brazo mientras pasaba.

El hombre se apartó, pero al parecer disgustado por esto, sacó un revólver de uno de sus sucios bolsillos y disparó “panm, panm, panm”, tres disparos. Sentí un calor en mi hombro izquierdo, y un peso en el brazo con el que sostenía a mi madre que ahora colgaba de él, sin vida, con su vestido teñido por la sangre de su pecho, en el cual dos puntos se transformaba en una mancha enorme. Los disparos la habían traspasado. Lo supe pues en su espalda tenía dos puntos iguales.

–¡MAMÁAAAAAAAA! —solté un grito que desgarro mi garganta entre el llanto y los sollozos.

Me giré hacia el hombre que seguía ahí con la misma podrida sonrisa de antes y el revólver todavía humeando en su mano. Me abalancé sobre él sin siquiera pensar en que aún sostenía el arma. Lo hice como lo haría un hombre que ha perdido lo único que amaba en este mundo, dejando atrás de sí su humanidad, transformándose en un ser cegado por la sed de sangre y venganza contra quien era el culpable de su desgracia.

Le di un puñetazo directo en la nariz tumbándolo de espaldas; me le lancé encima, dándole golpe tras golpe, aún después de haberme fracturado la mano y él haber muerto.

Me acerqué al cuerpo inerte, que quedaba frío como un iceberg y lo tomé entre mis brazos, sintiendo cómo la impotencia y el dolor de mi perdida me ahorcaba y estrujaba mi alma

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