Tuve un solo abuelo. En verdad tuve cuatro, como todos, pero el hecho de haberlo conocido únicamente a él siempre me hizo sentir que los otros tres nunca existieron. Esta es su casa, en el barrio de Almagro, Buenos Aires. Pasaron 35 años de esta foto, y de ese día de verano en el que no quería aceptar que al cuerpo hay que cubrirlo, y pensaba (con una confianza admirable) que mi desnudez era un vestido. Mi abuelo era guantero de profesión, venido de Polonia en la primera guerra y con demasiadas historias llenas de suspiros. Quise profundamente al «zeide». Lo quise con el amor con el que -creo- se quiere a los abuelos. Murió cuando yo tenía 10 años, y así de golpe me quedé huérfana de caricias en la cabeza, de paseos a la plaza y al cine, de sopas de Vitina y platos de polenta, las únicas dos cosas que me preparaba, pero que conservo como mis momentos felices de la infancia. Impregnada en mis pupilas quedó su preparativa para armar la pipa mientras me hacía compañía en la mesa. La cuidadosa selección del tabaco y su modo de estar, siempre perdido en algún recuerdo, pero siempre también sonriéndome con sus ojos azules llenos de agua. Nunca supe si era emoción o simplemente sensibilidad al frío. Pasaron ya más de tres décadas de esta foto, y yo sigo sintiendo que estoy ahí, que el cuerpo no creció, que nunca dejé la silla del comedor donde comíamos solos y que todavía mi vida no arrancó. Pensar en él siempre me hace dolr la garganta. Una puntada me sube o me baja de alguna parte del cuerpo y se me traba ahí. Se me nubla la mirada, y aún cuando me digo a mí misma: «Yo no soy de llorar», su recuerdo me quiebra. Sí, definitivamente hay algo en el mundo de los abuelos que intensifica la nostalgia. Serán los olores, el sonido de las palabras o esa sensación de que te quieren incondicionalmente y sin pedirte nada.

Esa tarde de la foto él estaba en cama, mi mamá lo cuidaba y yo corría por el departamento ensuciando sistemáticamente las plantas de mis pies. Si mal no recuerdo, sabía que tarde o temprano iba a tener que pasar por el enojo de ella, que no soportaba que me metiera en la cama así. También sabía que, además del enojo iba a tener que sufrir la incomodidad del bidé donde los limpiaba frotando rápidamente contra la el agua fría. Un trámite de grande en un mundo de chicos.

No sé quién sacó la foto, tal vez mi papá. El contra-frente daba a un calle muy silenciosa. El edificio tenía una entrada principal que a su vez daba una avenida y estaba junto a una galería comercial. En esos años, las galerías no transmitían esa sensación de lugar quedado en el tiempo, como pasa hoy, que uno prefiere no cruzarlas por temor a entristecer en menos de 30 segundos. En esa época, el hermano de mi mamá atendía una peluquería para damas en uno de los locales. Me acuerdo que siempre me dolía verla tan vacía, y pensar que la gente no entraba a cortarse el pelo porque no la veía, escondida como estaba en ese espacio perdido. Hoy, ahí funciona un negocio de fundas para celular, ya mi tío hace más de 20 años que se lo tragó el destino, y yo rara vez me animo a entrar a ese túnel del tiempo.

Miro mi sonrisa en la foto y siempre me pregunto qué estaré pensando en ese momento, qué había en mi mente chiquita que recién arrancaba a soñar, por qué ya no camino más descalza.

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