-Lo que pasó es que Domitila era una huevona-, vociferaba Candelaria con la mirada perdida por el derrame en los ojos a causa de la diabetes, -No se quiso ir con tu Padre. Les habían dado unas tierras allá en la sierra y sabía la chinga que le iba a tocar.

Mis indagaciones sobre quién era mi Padre, seguían en las mismas. Mucha gente en el rancho conocieron a mi Madre, pero en realidad nadie sabía lo que pasó y el por qué ella lo abandonó.

-Joaquín vino varias veces por ella, pero Domitila no se quiso ir. Después vio que eras una vieja y pos ya no volvió. Si hubieras nacido hombrecito, tu Padre se los habría llevado al cerro-, decía aquella señora con un acento campirano muy marcado y aliento a fierro mohecido.

Un arco de adobes carcomidos por el tiempo me recibió en el cementerio. Deambulé por los pequeños callejones, mirando las lapidas enverdecidas por la humedad. Encontré la fosa de la tía Tomasa, con una corona de flores plásticas en color monocromático a causa del ardiente sol de Mayo. Una cruz de un solo brazo se levantaba de la fosa de doña Gertrudis. También tropecé con la tumba renovada de Doña Carmen, con azulejos azules y una vitrina con la imagen la virgen Talpa.

En realidad, me resistía a llegar con ella. Con mi Madre. Aún después de tres años de fallecida, le tenía miedo. Aún esperaba ver su mirada acusadora. Aquella mirada de desprecio y de rencor.

Cogí valor de todos los santos a quien me encomendé y por fin me paré frente a su lápida de cemento, con aquella cruz de granito blanco. Nadie le había llevado flores.

De repente, como un torbellino de vientos densos y obscuros, toda mi vida junto a ella pasó frente a mí. Desde el vientre me rechazó. Siempre me odió, pero nunca supe el porqué.Para mí eso era normal, eso era tener Mamá. Hasta que yo por primera vez tuve en mis brazos a mi pequeño e indefenso bebé, y supe de esa ternura, de esas ganas de acariciarlo y besarlo. En ese momento me di cuenta de que mi Madre nunca me quiso, nunca me dio ese cariño que se le da a un hijo.

Recuerdo en una ocasión, cuando yo tenía como seis años de edad. Siempre por las mañanas me levantaba de la cama, salía al corredor y me sentaba en una pequeña barda donde daba el sol. Ahí me quedaba hasta que me calentaba del frio. Ese día mi Madre llegó con un tercio de leña cargando en la espalda, lo dejó caer y se fue contra de mí.

-Mírate con esas greña, chiquilla fea, cochina-, me gritaba mientras me jalaba de los cabello y me tiraba al piso. Entonces llegaba mi abuela y me levantaba.

Siempre creí en esas palabras, siempre me sentí fea. Cuando cumplí mis veinte años, murió la abuela, mi verdadera Mamá. Yo no entiendo cómo pasó, porque yo era una chica muy retraída y tímida, pero me casé. Quizá porque no concebía mi vida a lado de esa mujer.

Fui Madre una, dos, hasta siete veces. Nos mudamos a la ciudad porque el trabajo en el pueblo fue escaso. Fui muy feliz con mis chiquillos dentro de una burbuja donde solo estábamos ellos, mi esposo y yo. No convivía con vecinos, no me hacían falta. Solo vivía para ellos. Mi mundo giraba en torno a ellos. Olvidé todo lo que pasé con ella.

-Los hijos de Don Carlos corrieron a todos del rancho, disque lo van a vender y tu madre se fue a vivir con Emilio al pueblo, pero se pelea con todo mundo-, contaba algún pariente de mi esposo que venia del pueblo a visitarnos. Después me enteré que se había mudado con una prima, luego con una comadre y al final, mi esposo fue al pueblo y la trajo a vivir con nosotros.

Domitila así se llamaba mi Madre. Una mujer de facciones duras, muy marcadas. Su rostro dibujaba mucho dolor y cansancio por la vida. Siempre con su delantal a cuadros con dos bolsas al frente. De ahí sacaba su cajetilla de cigarros sin filtro. Tomaba uno y lo partía en tres. Prendía uno de los trozos, lo tomaba con las puntas de las yemas y le daba unas cuantas fumadas hasta que casi se quemaba. Así se acostumbró a fumar desde muy joven, cuando iba a recoger bachichas a las esquinas.

Por las noches aun siento ese olor fuerte a cigarro que penetra hasta la garganta. Al asomarme al patio he visto la pequeña llama del cigarro junto al lavadero, su lugar favorito. Hay veces que escucho sus pequeños pasos arrastrados, que ella hacía al deambular por la casa en las noches de insomnio. Pero sobre todo la siento acercarse a mi oído para reclamarme, regañarme, insultarme y echarme la culpa de toda la miseria de su vida.

Quizá si yo hubiera quedado con ella, sin casarme y sin tener hijos. Entonces ella hubiese sido feliz, humillándome, insultándome y golpeándome cuanto haya querido.

En lugar de sentir un alivio o dolor por su partida, siento culpa. Esa culpa no me deja ya ser feliz. Incluso al mirarme al espejo, veo en mí esas facciones duras que dibujan dolor y cansancio. Ese cansancio por la vida, por vivir.

En las noches siento miedo, mucho miedo. Me refugio en una veladora encendida que ilumina una pared cubierta de santos y vírgenes. Al pasar de las horas de esa interminable noche, el rencor llega a mi corazón como una braza ardiente que me quema por dentro. Pero al asomarse el alba por la ventana, el remordimiento y la culpa por ese odio hacia ella, hacen que me retuerza en mi frio colchón.

A mi alrededor hay gente. Los veo pero no los escucho. Se acercan y los rechazo. En mi mente solo existe ella. Ella sigue lastimándome y humillándome. Y yo lo permito.

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