NACER, MORIR, ENVEJECER

NACER, MORIR, ENVEJECER

Nacer y morir pueden asociarse y provocar inesperadas casualidades y simetrías. Son fuerzas opuestas que se neutralizan y equilibran, como el despertar y el dormir. Mi nacimiento lo confirma. Nací el mismo día que murió mi abuelo. Una casualidad que cerró el círculo de una vida y abrió el de otra. Pocas personas conocen la historia como mi tía. Ella apura con resignación el proceso vital de envejecer , el elemento que completa el entramado de este relato.

Mi tía no tiene movilidad, pero conserva una buena memoria a sus noventa años. Recita oraciones, cuentos y romances sin equivocarse. La visito en la Residencia donde consume su vejez. Le pido que me hable del abuelo.

– «El día que murió, tu abuelo se levantó temprano. Hacía algún tiempo que dormía mal. No advertí en él nada extraño. Había dormido mal, simplemente, como otras muchas veces» – me dijo evocando las circunstancias de aquel ingrato día.-

Era un día hermoso y soleado del mes de julio. Un día fúnebre y jovial al mismo tiempo, fúnebre por la muerte de mi abuelo, jovial por mi nacimiento.

– «Me quería mucho”.- suspira entristecida.-

Me enseña una foto que conserva de su documento nacional de identidad. Por primera vez veo una imagen suya. Tiene una mirada penetrante y está calvo. Era el mayor de tres hermanos. Mi tía, que había sido educada para casarse, se ocupaba con desvelo de su cuidado desde el fallecimiento de su madre. Tenía tres hermanos varones mayores que ella y era su niña mimada. Me habla de él durante un buen rato. – «Te cuento todo esto, para que le conozcas a través de mí, tú que naciste por esas casualidades de la vida el mismo día que él murió».

La saco a pasear por el jardín mientras charlamos. No puedo trascribir toda la conversación, pero sí hilvanar los fragmentos deslavazados de su relato, rescatándolos a pedazos de su memoria.

Aquel día, se vistió con su habitual traje de pana y su delantal de cuero con bolsillo para las herramientas, sujeto atrás por medio de un broche. Era carpintero. Fabricaba carros y trillos para los labradores. Pero ese día trabajaba en un féretro para un vecino que había fallecido un día antes. Las campanas lo habían anunciado con un sonido triste y lastimero. Se decía entonces que doblaban. Nada hacía presagiar que doblarían dos días seguidos.Sobre las nueve de la mañana, el abuelo se sintió mal. Los pulmones le empezaron a fallar y una infección se le extendió por todo el cuerpo como una asesina silenciosa. Septicemia la llaman. Se trata de una infección generalizada de efecto inmediato, a la que un diabético difícilmente se sobrepone. No le dio tiempo de pedir auxilio. Mi tía se lo encontró muerto una hora después, cuando entró a barrer el taller.

Al revivir estos hechos mi tía se emociona y sus ojos se llenan de lágrimas. Ve en mí la reencarnación de su padre. También la bendición que alivió la tragedia. Me abrazo a ella para tranquilizarla y cambio de conversación.

– ¡La próxima vez que venga te engraso estas malditas ruedas!- exclamo –

Las ruedas están bien engrasadas. Hacen ruido porque estamos rodando sobre la gravilla de un paseo poblado de tristezas, sombras y resignación.

En la Residencia el sonido de la campana llama al comedor. Entonces se inicia un desfile que recuerda a los ejércitos derrotados. Muletas, bastones, andadores y sillas de ruedas, complementan una gran variedad de vendajes y prótesis. Me despido temporalmente de ella. Volveré cuando haya comido y descansado un poco. Quiero que me cuente la parte que más me concierne, la de mi nacimiento. Vuelvo por la tarde. Le comento que la mañana que murió el abuelo mi madre me contó que se encontraba lavando en los pilones del caño que abastecía de agua al pueblo.

– « No le achantaba su avanzado estado de gestación. Tú madre era una mujer fuerte y muy trabajadora, de mucho carácter» – comenta mi tía -.

Tiene mucha razón. Mi padre siempre decía que mi madre estaba hecha de barro, que tenía la fuerza de la tierra. Y con esa fuerza que tenía nos cuidó a todos.

Con el paso del tiempo, los recuerdos se vuelven sombras encarceladas en las sombrías mazmorras de la memoria. Y más en estos tétricos lugares que son las residencias geriátricas, donde malviven los ancianos atados a una silla de ruedas, esclavos de la incontinencia, fuera del mundo, maltratados por la edad.

– «Tu madre abandonó el lavadero y acudió en cuanto se enteró, para ayudar a amortajar al muerto y consolarnos. A media tarde se sintió indispuesta. La emoción del velatorio precipitó el parto. Tu padre la llevó a casa. Y naciste tú.»

Nacer en casa en la actualidad es algo excepcional. Entonces era lo normal. Se necesitaba poco: una palangana para recoger la placenta y toallas para secar al bebé. La fuerza de mi madre y la ayuda del practicante hicieron el resto. A mi padre, mientras tanto, le invadían sentimientos contrapuestos. Tan pronto lloraba la muerte de su padre, como se alegraba del nacimiento de su hijo. Aquella primera foto familiar la llevo cosida en mi corazón.– «¡ Qué alegría les diste!- continuó mi tía- ¡Un niño, por fin, después de tres niñas! ¡Al contrario que yo, que nací después de tres hijos varones! ¡No sé si te has dado cuenta de esa casualidad! ¡Se invirtió la descendencia! Eras un bebé regordete, muy sonriente. Tus hermanas no dejaban de achucharte. Tú madre estaba feliz contigo. Me gustaría que la hubieras visto. Necesitaba tenerte siempre en brazos.»

Se ha hecho tarde y ha caído la noche. Me despido. La devuelvo a su habitación compartida. La cama de al lado está vacía, con todo recogido. Intuyo entristecido que en nuestra ausencia ha quedado libre.¡Pronto la ocuparán! Quiero pensar que, como pasó conmigo,algún bebé habrá nacido en algún lugar para equilibrar esa vieja disputa que desde siempre mantiene la vida con la muerte.


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