Si él alguna vez pensó en mí, yo no lo sé.

Si él alguna vez pensó en mí, yo no lo sé.

Se enhebra en mi memoria impidiéndome atestiguarlo de un modo rotundo, pero si vuelvo la vista atrás el primer recuerdo que aún conservo de mi padre, entre doloroso y diluido, es el de alguien desdeñado por la vida, embestido por deudas y azares que posiblemente no le incumbían. Y si aun así me esfuerzo por evocar algún trazo más de aquella niñez mía entonces frunzo el ceño y me viene lo afilado de su mentón y lo lacio de su flequillo, siempre con un pitillo candente asomándose al abismo, entre las comisuras de esa boca torcida y acusatoria.

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Acaba de instalarse la noche. Una luz tenue y rasa deja poco por escudriñar a lo largo del pasillo. Son apenas centelleos fulgurantes que, a la altura del rodapié, se esparcen por toda la planta, reflejos amarillentos en el sintasol que tapiza todas las instancias del hospital. Y aunque la sala de espera donde ahora me rebullo intentando dormir está en la otra punta de la planta puedo oír sus quejidos como fogonazos que emanan de su habitación. Los aullidos de un lobo retumbando en la inmensidad de una cueva siniestra y profunda.

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Cuando mentía, casi siempre para evitar la delación de alguna trastada de mis hermanos, me obligaba a rumiar guindilla seca. Hasta que me veía llorar. Desde entonces no discierno entre lo dulce y lo amargo, ya ni me importa, pero cuando algo me huele a vinagre me atoro, y empiezo a salivar como el perro de Pávlov. Lo del pitido crónico en el oído izquierdo, a resultas de la segunda vez que me pegó, ya ni lo noto. De hecho, únicamente soy consciente de mi tímpano sordo cuando de lejos oigo zarpar un buque, o cuando un silbido agudo y humeante anuncia la partida de un tren.

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Un gemido de calvario, al que le sigue el rumor de una aflicción moribunda, es su sirena de alarma. Me sobresalto, lo escucho, y después de asumirlo recorro los sesenta y dos pasos de obediencia y rendición que separan mi lecho improvisado y el vano de su habitación. Recelo de su demanda de auxilio, sé que todo ofrecimiento que le insinúe va a ser rechazado de plano. Un manto de orgullo arropa todas sus flaquezas, cualquier muestra de caridad es para él una amenaza externa. Su altivez le impide aceptar ahora, inerme y frágil, la vulnerabilidad de ser amparado por quien a lo largo de tantos años fue preso de sus enajenaciones.

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Desentierro aquella infancia y me aturdo, como enquistado en mi propia aflicción. Me aferro a duras penas al escaso afecto del que soy capaz de hacer acopio, como el funambulista se agarra a su alambre. Tantos intentos por sostener una relación mecánica, nunca se pudo franquear la zanja insondable entre él y nosotros, como si de alguna manera quisiéramos repeler el dolor y él no; aún rezuma el encono recalcitrante entre su mirada torva y déspota, y la mía cerval y sumisa. Por más que se intentó ni nada ni nunca hubo un remanente de estima en su trato.

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-Dame un cigarro – exige él.

-El médico dice que no puedes fumar- asevero yo.

-¡Que me obedezcas!

-No. Esta vez no.

-Ojalá el que se estuviese muriendo fueses tú.

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El macilento olor de las sábanas y un difunto aroma a alcohol de romero untado sobre sus canillas hacen que la densidad del ambiente en la habitación extenúe y oprima; las yemas de mis dedos embadurnadas de nivea tras masajear los pellejos que envuelven sus nudillos, los dos tubitos de plástico tunelando los orificios de la nariz, el gotero y su tictac de explosivos a punto de estallar. El amaño de rellenar la jeringuilla con agua, y dispensársela de a poco, para creernos que efectivamente está en paz.

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Ahora me veo, empujado por un doctor atribulado e inconsciente, decidiendo de manera casi clandestina si mi padre sigue conectado a un hilo de suero y dolor, o si por el contrario dejamos que la parca haga el resto. Sin más. Y dirimo si vuelvo la vista atrás, y saldo las cuentas con el pasado, un pasado que ya no es mío, mientras un odio adolescente y desabrido galopa por mi pecho. Por otro lado no quiero que sufra; ni siquiera anhelo que lo evidente de su agonía sacie mis aspiraciones de consumar una venganza, ni siquiera ahora que se desgaja la endeble fibra que entonces nos unía y ahora nos devasta.

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Estamos a solas. Él tumbado e inconsciente, yo de pie y desvelado. La enfermera acaba de pasar, no volverá hasta la hora del desayuno. Me cercioro de que nadie ronde la habitación. Si él alguna vez pensó en mí, yo no lo sé. Si en lo más recóndito de ese pozo negro que es su corazón él me quiso, yo no tengo sustento que me empuje a creerlo.

La única certeza ahora es que ya solo me queda dictar mi sentencia: si me vengo, o si me voy.

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