En un país llamado Venezuela…

En un país llamado Venezuela…

¿Quién es?

El abuelo, a la puerta de mi casa, tenía algo que definitivamente me intrigaba; a pesar de estar mal trajeado, pantalón negro raído, pero delicadamente tupido, de múltiples bolsillos; camisa manga larga confeccionada en un tipo de tejido a rectángulos y trazos multicolores, dejando ver bajo ella, una camiseta blanca con cuello redondo, roto a puntos, como picado por la polilla, y, que gracias a usarla, impedía que lo degradado por el trajín de su camisa, mostrara su desnudes; -¡no me parecía un mendigo!-… Buenos días joven, dijo en tono cordial antes de yo poder preguntar nada; me puede regalar usted, y perdone mi atrevimiento, una astillita de yuca, o un pedacito de plátano… o papita… o lo que sea, es que mi vieja y yo, ya no tenemos comida… y no podemos salir de este gueto en que nos encontramos… y no sé qué hacer… ¿Perdón?, acaté a decir; Que si me puede ayudar con algo que le sobre de comidita… por favor… joven; respondió.

Sus ojos cenizos, se dejaban entrever tras sus abultados parpados, su pelo blanco grisáceo y arrugas en las comisuras de sus labios, mejillas y frente, acentuaban sus líneas de expresión… pero más allá de lo meramente físico, había un hálito de bondad que lo embargaba todo. Pero… ¿a qué huele?… ¿acaso… loción? – mentalmente pregunté -.

Un vacío, y frío indescriptible recorrieron mis entrañas, y mi garganta me impidió emitir sonido alguno; ¿eran lagrimas lo que nublaba mi vista?, porque notaba que los músculos de mi boca se contraían… Con un gesto en mi rostro, entrecerrando mi ojo izquierdo y con la mano derecha haciendo una señal de “espera”; entorné la puerta, pero al girar para ir por “algo”, encontré tras de mí, a mi esposa, que me dijo: ¿¡qué haces!?… ¿estás bien?, sí, sí… es un necesitado, respondí; déjame ver que consigo. No, para nada, murmuro ella, vi y escuché la conversación…, y continuó diciéndome: espérate, es hora de almorzar, un plato más no nos afecta en nada; y con la misma abrió la puerta invitando al extraño a pasar; ¿quiere compartir con nosotros el almuerzo?, el viejo quedo estupefacto; ¡igual estaba yo!; ¿no les incomoda mi presencia?, preguntó, para nada amigo, dije tras mi esposa, y disimulando con toda seguridad el impacto emocional que me originaba esta vivencia, coloqué mis manos sobre los hombros de ella diciendo: siga usted, está en su casa.

Las bendiciones y mejores deseos por nuestra buena pro, de aquel hombre, no se hicieron esperar.

Al ingresar a mi hogar, encontramos la sala principal; allí le ofrecí asiento, pero respondió: temo ensuciar sus muebles; de por Dios, insistí, no se preocupe usted, por favor; póngase cómodo. De pronto no se me ocurría nada; estaba ante una visita inesperada, sin tema alguno para plantear; increíblemente, tratando de prefabricar algo que no fuera a ofender; y él, sin más ni más tomó la iniciativa diciendo: a la fecha llevo 87 años viviendo… fui a responder pero quede con la palabra en la boca, pues sin tomar aire continuó comentando: mi esposa tiene también 87 añitos y cumplimos el 29 de febrero, sesenta y ocho de casados; hizo una pequeña pausa y asevero; incluyendo los bisiestos… sonreí, como celebrando una gracia; no joven, me dijo; no es chiste; aquí entre nos, el matrimonio es jodido; pero si no fuera por ese milagro llamado amor, que nos une para preservar la vida, no habría hogares como ustedes, y entonces… este mundo sería un erial; y haciendo un noble gesto en su rostro, dejó entre caer su cabeza cana en el hombro izquierdo emitiendo un sonido de interrogación con su boca cerrada; algo como un ¿Mmm? Respondí con un gesto semejante, entrecerrando mis ojos y sonriendo, mientras, mi cerebro me aseveraba que, frente a mí, había alguien muy especial; iba a hacerle la pregunta obvia pero mi esposa se presentó invitándonos al comedor.

Para dirigirnos de la sala, donde estábamos, al comedor, había que subir un escalón un tanto alto; de modo que sujeté su brazo para ayudarlo; al hacerlo pude notar su delgadez y me estremecí.

Por tradición de familia, la cabecera de mesa es para el jefe del hogar; y, aunque suene extraño, sin pensar en nada lo lleve directamente a dicho sitio; pero al tratar de sentarlo, me miro y dijo en tono que lo pudiéramos escuchar: pido permiso a ustedes para hacer una oración a Dios; si les parece… no pretendo interferir en sus creencias; bien pueda dijo mi esposa, si, respondieron al unísono mis pequeñas hijas; por favor, asentí mirándolo. “Señor, te damos gracias por los alimentos que vamos a tomar, que nos ha dado vuestra divina providencia, por los siglos de los siglos amen”.

Inmediatamente retrocedí a mi niñez temprana, posiblemente a mis cinco años de edad en casa de mis abuelos maternos y donde esta oración se repetía en todas las comidas del día. ¡AMEN!… Resonó en mi mente y tomé consciencia del aquí y ahora; -buen provecho, respondí-

Somos dados a hablar poco durante las comidas, pero en esta ocasión, las preguntas al visitante no se hicieron esperar; respuestas amables, cargadas de sabiduría, me daban la tranquilidad de haber recibido una oportunidad más, para formar como ejemplo a mis hijas.

Intempestivamente mi hija mayor, dirigiéndose al invitado le dijo: ¿Puede venir mañana con su esposa a almorzar?, ustedes ahora están solos, sus hijos no están y nosotras no tenemos abuelos maternos pues están en el cielo… ¿podrían ser nuestros abuelitos?

Bueno; como ustedes sienten, respondió el abuelo observándonos, enfrentamos ahora, nosotros los adultos, una situación embarazosa; esto nos enseña que las almas de los niños en todo el mundo, aún, están unidas por un hilo de luz en el cielo… ¿y cómo evitar que las lágrimas, sin la menor vergüenza, se proyecten en nuestros rostros?

Mi esposa, directamente aludida, respondió entre un sollozo: ¿nos permite mañana, conocer a su señora esposa?, será para mí un honor, respondió.

José G. Pinilla G.

Scripta Manent.

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