Título: Inesperadamente, la muerte.

Venía de la Sierra de la Ventana. Estuvo probando el «fitito» que su papá le regaló por sus quince años, recién cumplidos.

Apenas entrar en la Avenida Alem, lo vio parado en la esquina. Presintió que pasaba algo malo porque un nudo, precedido de un golpe en el pecho, se armó en su garganta.

Detuvo el coche frente al hombre delgado y alto. Preguntó qué pasaba. Él le dijo que se fuera corriendo al sanatorio, que su padre estaba mal. «Un accidente con el coche», dijo. «En la Curva de la Muerte», agregó.

Aceleró sin responderle. Consiguió que su madre bajara en la casa. A esperar que ella averiguase que había pasado. La tuvo que convencer.

Llegó al Sanatorio del pueblo impelida por la velocidad del miedo.

Entró en la salita oscura. Lúgubre. Y lo vio en la camilla.

El cuerpo hinchado la desbordaba. Se acercó a su cara pero su padre intentó apartarla. «Me falta el aire», le dijo. «Es el golpe de mi vida», agregó.

Se lo llevaron en una ambulancia vieja, amarillenta. El camino era de tierra. Ella sufría en su cuerpo el dolor del traqueteo, que pensaba sufría él.

Lo llevaron rápido al quirófano.

Esperó dos horas largas en el hall de la Clínica del Sur.

Al cabo de esas horas, el cirujano salió y la miró. Se le acercó. «Soy ateo», le dijo. «Pero está en manos de Dios», agregó. Y se fue por donde había salido.

Esperó sin saber qué esperaba. Toda la noche en el silencio y la penumbra.

Cada vez que se abría la puerta se levantaba a tratar de espiar por una rendija.

Lo vio de lejos. Conectado a muchos tubos plásticos, transparentes. Un ruido de motor acompañaba su respiración. Sus ojos estaban morados. Como cerrados. Y él estaba inmóvil.

A las siete de la mañana, salió otro médico que preguntó por alguien de la familia.

«Yo soy la hija». Dijo ella. Aterida de frío y temor.

«Lo lamento pero su padre acaba de fallecer», dijo el médico. «Se arrancó los tubos del respirador «, agregó.

Ella salió en silencio hacia la calle. Sin lágrimas. Sin desesperación. Sin dolor. Como anestesiada.

Abrió la boca enorme y tragó todo el aire puro que pudo y caminó calle abajo. Sin saber hacia dónde.

«Adiós papá», le dijo.

«Adiós amor de mi vida hasta que encuentre otro», agregó.

Un grito sordo salió de su garganta y se perdió en el tiempo.

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