Aquella mañana Anallely no salió cuando sonó la alerta sísmica. Se lo prohibieron sus patrones, los amos incondicionales del mundo, antes de ir a ocupar sus lugares en la trama de la cadena productiva. Aquella mañana todo era normal: Anallely prendió su radio portátil antes de comenzar el aseo del departamento en el tercer piso de Escocia, colonia Del Valle. Ese día jugaría el América contra el Cruz Azul para dirimir el pase a la semifinal del torneo de Copa; U2 daría una gira en México; el clima sería medio nublado, en fin. Llegó el mediodía y Anallely casi terminaba su labor cotidiana. Le daría tiempo de comer algo antes de correr a la escuela a tomar clase de inglés y computación, recorrer catorce estaciones del metro antes de encontrarse con Pedro, ese compañero de clase que, después de mucho insistir, habría de permitirle invitarla a una cerveza. Todo eso pensaba cuando Anallely sintió un mareo. ¿Habrá sido el escarceo sexual al que le obligó Pedro hace unas semanas? No. El mareo fue seguido de un trastabilleo. Todos los adornos y muebles del departamento que Anallely nunca podría habitar empezaron a caer. Se quedó quieta. Atónita, desmesurada y sorprendida, no pudo hacer nada. Su cuerpo quedó tendido, entre una viga de soporte y una losa, hundida en la negrura de la nada, víctima perpetua de la corrupción y la injusticia.
Pero me gusta pensar que hay otras realidades. Que en otro universo posible Anallely terminó sus labores. Tomó sus trescientos pesos, la paga que sus patrones amos del mundo le escamoteaban cotidianamente. Se encontró con Pedro y tomó sus clases de inglés y computación. El América eliminó al Cruz Azul y llovió en la Ciudad de México, mientras Anallely sueña con una vida que se parezca menos al infierno.
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