El olor de los recuerdos.

El olor de los recuerdos.

En estos días me han dicho varias veces que se nota que se me da bien la cocina. Y que cocino muy bien. Esto se debe a que, a veces, publico en las redes algunas fotos de platos que preparo para mis hijos.

La verdad es que no soy ninguna experta. Sólo me gusta un poquito y le pongo mucho empeño.

Pero si debo reconocer que muchos recuerdos de mi infancia y de distintas épocas de mi vida están vinculados a momentos en una cocina, a olores y sabores de ricos platos.

Siempre he estado, y aún sigo, rodeada de personas que son auténticos apasionados y profesionales de la cocina.

Empezando por mi madre. Una cocinera impresionante, de las de toda la vida. A ella sí le apasiona la cocina. Es capaz de preparar como nadie desde una simple tortilla española, un salmorejo cordobés o unas croquetas hasta unos exquisitos rabos de toro. Disfruta cocinando.

Muchos recuerdos de mi infancia están ligados a los olores de guisos de mi madre. Recuerdo especialmente cuando volvíamos del colegio mis tres hermanas y yo. Vivíamos en un tercer piso sin ascensor. Al entrar en el portal, lo primero que nos llegaba era un olor delicioso a cocido, sopa, arroz, croquetas o incluso a las no tan queridas lentejas con chorizo.

Aún recuerdo esos olores, y subir corriendo las escaleras, aspirándolo como si siguiéramos hipnotizadas al flautista de Hammelin, haciendo apuestas con mis hermanas sobre que sería lo que tocaría ese día.

Y luego está mi cuñado Carlos, que es cocinero de profesión, como a él le gusta que lo llamen. Cocinero impresionante aún sin estrellas Michelín. Recuerdo cuando estaba embarazada de 8 meses de mi primer hijo. Nos fuimos de vacaciones unos días con mi hermana y con él a Conil (Cádiz). Allí nos preparaba unos arroces deliciosos de los que aún recuerdo perfectamente su olor y su sabor. De costillas, de cocochas con espinacas, verduras o mariscos. Daba igual. A cual mejor.

Desde entonces siempre digo que mi hijo, desde que nació, tiene un paladar exquisito. Estoy segura que eso se debe a tantas cosas ricas que comí durante su embarazo.

Pero sin ninguna duda el recuerdo que más perdura vinculado a la cocina es el que tengo de mi padre. Junto con sus hermanos tenían varios restaurantes (negocios de hostelería como se decía antes). Empezaron de cero y llegaron a tener siete restaurantes en la ciudad y más de cien personas trabajando con ellos.

Mi padre no sabía de cocina. Aunque le encantaba comer. Sabía de tratar con personas, de estar siempre pendiente de sus clientes, de números y de cuentas, de trabajar de 12 a 15 horas todos los días, siempre detrás de la barra en la Cafetería Benitez. Siempre atento a todo lo que pasara, siempre dispuesto a escuchar, siempre dispuesto a ayudar.

Recuerdo que cuando yo tenía unos 12 años decidí irme un día a la semana a comer a la Cafetería Benitez. Quería pasar más tiempo con él. Quería probar todos los platos de la carta.

Me sentaba en un taburete giratorio, justo delante de la máquina registradora donde él se ponía a cobrar. Cada semana pedía un plato diferente. A veces entraba en la cocina y saludaba a todos los cocineros. ¡Qué bien olía allí siempre! Les preguntaba sobre los platos del día y que me aconsejaban comer.

Y mientras comía hablaba con mi padre, observaba a la gente comer, a los camareros moverse detrás de la barra. Veía como servían los platos combinados, que eran la especialidad de la casa o como preparaban un café irlandés.

Y así estuve mucho tiempo. Observando, aprendiendo, observando y comiendo cosas ricas.

Ya de mayor, cuando estaba en la Universidad, recuerdo que algunas noches que tenía que estudiar para algún examen me iba con él. Me sentaba en una mesa alejada del ruido y lo esperaba estudiando hasta que se iba todo el mundo, hacía caja y nos íbamos a casa. Siempre el último.

Recuerdo entrar en las cocinas y husmear en los refrigeradores. Había tantas cosas buenas preparadas para el día siguiente. Recuerdo aspirar el olor del gazpacho, sopas y caldos. El pastel cordobés o tarta de manzana. Todo me olía delicioso.

Recuerdo a mi padre haciendo de cabeza miles de sumas y cierres de caja. Puro cálculo mental. Nunca usó calculadora. Siempre decía que no entendía como yo, toda una ingeniera, era incapaz de hacer todo eso sin calculadora.

Mi padre era Pepe Peña. Para muchos, Don José. Para muchos otros, Pepe “el de Benitez”. Era querido por todos, desde sus empleados hasta sus clientes, de derechas o de izquierdas, toreros o políticos, del Madrid o Barcelona. Él era del Atlético de Madrid, como buen sufridor en la vida. Pero ante todo amante del futbol. Le encantaba la política y tenía largas tertulias con políticos de todas las ideologías. Siempre y como dice la canción, “detrás de la barra de un bar”.

No iba a misa los domingos, pero su libro de cabecera era la Biblia, que se había leído dos veces de principio a final.

Y siempre decía que mi madre era infinitamente más guapa que sus cuatro hijas y la mejor cocinera del mundo.

Mi padre era ante todo una buena persona. Demasiado para la época y lo que le tocó vivir.

De todos esos recuerdos, olores y momentos vividos viene mi relación con la cocina.

Doy gracias a mis padres por haberme enseñado a comer bien desde pequeña. Pero sobre todo por tantos valores que, vinculados a la cocina, hoy alimentan mis recuerdos y que, espero que yo sea capaz de trasladar a mis hijos.

El esfuerzo, el sacrificio, el respeto, la ayuda desinteresada, el amor incondicional a su familia, la humildad, generosidad y honestidad. Todo eso aprendí de mi padre observándolo trabajar detrás de la barra de un bar mientras yo estudiaba y saboreaba unas ricas croquetas y un salmorejo cordobés.

Gracias Papá.

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