Que me recuerden viviendo

Que me recuerden viviendo

¿Cómo quiero que me recuerden? Alguien lanzó esa pregunta al aire, la recogí y la guardé en el bolsillo. Al sacarla después, la primera imagen que apareció, casi sin permiso, fue la

de mis dos hijos. Asocié el cómo al por quién. Tener hijos te cambia la vida, no solamente porque trastocan calendario, horarios, hábitos y quehaceres, sino porque desde el instante mismo en que asomas su cabeza al mundo, quizá incluso antes, esos seres minúsculos que no conoces de nada son ya el eje vertebral y vertebrador de todo. Si alguien quiero que me recuerde, son ellos. Siempre he pensado que es más importante que te recuerden estando vivo, mas también me gustaría que me recordaran estando muerto.

Justo después vino a mi memoria a quién recuerdo yo. La primera persona importante es mi abuelo paterno. Murió de cáncer de pulmón con 79 años. En sus últimos días se escondía de la abuela fumando en el lavabo. Me contaba los cuentos del Pequeño Lobo, se enganchaba al transistor para escuchar el futbol consumiendo sus BN, paseaba por el jardín donde cultivaba fresas y añadía a mi desayuno dos galletas extra, poniéndose el índice en los labios para que le guardara el secreto. Supe de su muerte al volver del colegio, tenía 12 años, mi madre me esperaba sentada en el sofá, embarazada de mi hermano menor. “Tengo una mala noticia”, dijo e inmediatamente lo supe: “Ha muerto el abuelo”. Asintió y me eché a llorar sobre la vida que le crecía dentro. Muerte y vida al mismo tiempo. Jodido juego, mi hermano nació al cabo de dos días.

Mi abuela paterna murió mucho tiempo después en una residencia, pensando que volvería a casa pronto. La última vez que fui a visitarla la saludé con una sonrisa, ella sonrió también y entonces dijo: “No sé quién eres”. Aquello me mató, pero llevaba tiempo matándola a ella más despacio, sin reconocer a familiares ni amistades. Me cortaba las uñas después de la ducha y me ponía aquella crema de limón para las manos. Me hacía recitar cada noche: “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes solo ni de noche ni de día”. Cocinaba como ese ángel, o mejor.

Mi otra abuela murió justo dos semanas más tarde, ese verano en que mi hijo mayor aprendía a caminar. Fue una muerte repentina: enfermó, empeoró rápido y murió al poco, como si se hubiera dado cuenta que lo tenía todo hecho. Estricta, seca, recta, exigente, no viví espacios de calidad con ella.

Recuerdo también a un tío paterno. No puedo olvidar lo mal que trataba a su mujer, como si fuera su sirvienta. Lloró cómo un niño cuando ella decidió que basta y le dejó viudo, desamparado. Repetía: “¿y ahora qué voy hacer yo?”. Su mujer era persona de una afabilidad sin precedentes, dulce a pesar de lo sufrido, quizá para compensar. El recuerdo positivo es de cuando, ya viejo, jugaba sus sobrinos por las calles del pueblo.

También recuerdo a otra tía materna, delgada como un palo. A sus 82 años aseguraba que los hombres la miraban con deseo por la calle. Cada día se bebía dos cervezas.

Uno de los recuerdos más dolorosos es el de uno de mis doce primos maternos. Con 28 años un cáncer imparable e hijo de puta invadió las paredes de sus órganos, empezando por el estómago y en un año, uno solo, le fulminó. Ahí está, de pequeño, en el jardín de la gran casa de mis abuelos; y ahí, en las cenas familiares, explicándonos la juerga de noche vieja durante la comida de año nuevo. Lloré mucho frente a su tumba, entre el afecto y la impotencia por aquella injusticia; mi tío, prestigioso y reconocido genetista, intentaba mantener la compostura con la expresión desfigurada. Y lloro ahora también escribiendo sobre ello ante las imágenes de ese día de mierda.

Y es recordando a quien se ha ido que atisbo cómo quiero que me recuerden.

Quiero que mis hijos me recuerden estando contento a pesar de las adversidades, siendo positivo, intentando resolver los problemas. Quiero que me recuerden por los besos que les he dado, las caricias, los mensajes de todo el amor que siento por ellos. Por ponerles música, responder a todas sus preguntas y reconocer cuando algo no lo sé. Enseñándoles a montar en bicicleta, jugando con ellos en el suelo de su habitación, haciéndoles reír. Reconociendo errores y enmendándolos, felicitándoles por lo bien hecho y dándoles la oportunidad de hacer mejor lo que han hecho mal. Por intentar tratar a los demás con respeto y sin diferencias más allá de las injusticias que cada uno comete. Con inquietudes, voluntad de saber más y vivir mejor cada día. Por darles la mano al cruzar la calle, apoyarles cuando están tristes, alegrarme cuando están contentos. Por procurar distinguir lo que está bien y lo que no con criterio propio, no siempre acertado. Por entender e impartir que la vida es mejor compartida, con ellos, con otros, con la sabiduría de los que estuvieron antes. Por haber luchado por un mundo mejor o darles las herramientas para mejorarlo ellos. Bailando con ella, besándola, abrazándola, riéndonos los dos, los cuatro. Por haberla querido tanto. Quiero que me recuerden hablándoles bien de la justicia, la igualdad, los derechos, la humanidad, la naturaleza y la cultura. Por tratar de ser humilde, por mostrarme alegre cuando algo me sale bien, enfadado o triste cuando me sale mal. Limpiando, cocinando, yéndome a trabajar, escribiendo, haciendo deporte, paseando, admirando mar y montaña, cantando en el coche, maldiciendo por haberme perdido, invadido por la inspiración de encontrarme de nuevo. Implicado en lo más cercano, propietario de mis decisiones y de mis indecisiones.

Pero sobretodo, cuando me recuerden, que no tengan la menor duda de que les amé tanto como supe, que disfruté de ellos, en una búsqueda constante de algo más, quizá insignificante, pero suficiente para que, si me lloran, lo hagan sonriendo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS