La abuela navega en su silla de ruedas entre los pesados muebles del comedor.

Cuando me cruza sonríe cómplice al reconocerme. De pronto, frena la silla frente al ventanal que da al jardín y se queda quieta, como muerta.

Los grandes ojos abiertos, redondos y perfectos. Los ojos de la abuela pirata, fijos en la cara de la nieta. Al principio yo me asustaba mucho y llamaba a los gritos a mi madre que no venía.

Entonces, como no podía quedarme sin hacer nada porque todo en el mundo dependía de mí, corría a apoyar la cabeza en el pecho de la abuela para escuchar si el corazón le seguía funcionando.

Creo que la abuela tiene una rara enfermedad que ya han tenido otras mujeres de la familia. Mamá me dijo que las mujeres que sufrimos esos síntomas (mi madre no evita pegarme a su destino), nos vamos volviendo más sabias con los años, lo que no quiere decir que seamos más buenas.

Cuando éramos más chicos, con mi hermano Justo nos divertíamos mucho disfrazándola, después de saber por mamá que no estaba muerta, que sólo se iba a quedar inmóvil por un momento que no era eterno.

Pero mi mamá se enojaba mucho con nosotros, porque entusiasmados como estábamos jugando con un muñeco inválido, Justo sacaba grasa del taller y le pintaba lunares negros por todo el cuerpo, mientras yo le armaba una capelina con la cartulina de la lámina de la revolución de mayo.

Mamá se ponía furiosa y lo mandaba a Justo a darle de comer hinojos al lagarto del fondo, y se quedaba retándome a mí sola, qué injusticia, como si por ser mujer yo fuera más responsable.

Y después la retaba a la abuela por tener la costumbre de quedarse como muerta tantas veces al día.

Un día le dije:

─ Pará, nena, ¡vos parecés la mamá y ella la hija! ─ Las dos se miraron cómplices y se quedaron como muertas mientras mi papá, que estaba cambiando el cuerito de la canilla de la cocina, le dijo a Justo:

─ Ahí están de nuevo esas dos, diciéndose cosas con los ojos que solamente ellas entienden.

Pero mi papá se equivocaba. Yo también las entendía.

A papá no se lo pensaba decir porque el silencio era un pacto mudo entre nosotras, las mujeres.

Siempre fui la preferida de papá y no quería que se sintiera traicionado, (los hombres se sienten traicionados por las cosas que no pueden evitar) y entonces iba a intentar darme celos con Justo (las mujeres somos sensibles a la táctica de los celos). Además, ¿qué iba a decirle?

¿Que estoy segura de que mi madre, la abuela y yo somos los gajos de una misma naranja o los porotos de una misma chaucha?

Finalmente ocurrió.

La abuela estaba quieta… Más que muerta, hundida en la silla de ruedas como un atolón del Pacífico. Yo acerqué la oreja a su pecho (nunca pierdo la esperanza de estar ahí cuando suceda), y ella abrió los ojos muy despacio. Sin esfuerzo se levantó de la silla y me susurró con firmeza:

─ Nena, ¿querés probar?, sólo tenés que parecer una foto por un rato que no es para siempre.

Yo no tuve miedo de sentarme ahí. Esa silla era casi la escoba de las brujas. La misma capa de Superman. Lo que tenía era mucho miedo de que no me saliera. ¡Es tan difícil no moverse!

No me salía nunca, ni en la escuela, ni en el cine, ni en la cama que por las mañanas me quedaba toda revuelta, como si una flota de fragatas y portaviones se pelearan para derrotar al elástico ajustable de las sábanas.

Sin embargo, había llegado la oportunidad de hacer un esfuerzo gigante. Me senté y le ordené a mi sangre que fluyera despacio.

(“Los líquidos fluyen” decía la señorita Norma. “Y después se derraman” dice mi papá).

La miré a la abuela desde la silla de ruedas ubicada en las orillas del tiempo parada detrás de mí, superpuestas en el reflejo del vidrio de la ventana que da al jardín. Al mediodía. La hora exacta de los fantasmas, cuando el sol se abrillanta en los umbrales y la luz detiene cualquier movimiento circular.

(Qué temer. Si la abuela se iba a morir por mí).

Un rayo de luz deshacía la ventana en aserrín de vidrio y se depositaba sobre el vajillero del comedor. Supe que las madres pasan las franelas amarillas para juntar gotas de vidrio.

Fabián, el gato persa de mi padre, quedó detenido en un estiramiento de patas filosas, mirándome con impaciencia, esperando un veredicto.

Mi hermano Justo había terminado de alimentar al lagarto y las fauces abiertas sobre la palangana azul dejaban a la vista la hilera infinita de dientes filosos. Sin embargo Justo, con la audacia que yo sabía que no tenía, no retiraba el brazo.

(El mundo era un lagarto boquiabierto esperando el momento de engullir).

La abuela inmóvil se diluía en arena blanca, un reseco sílice que flotaba sobre la silla de ruedas, encima de mi cabeza.

Saqué la lengua despacio, la estiré para que nada se perdiera.

Aunque los años me volvieran ciega y sorda (una nunca piensa que pueda quedarse sin olfato y sin gusto porque la vida no sería vida) yo sabría encontrar los propósitos.

La abuela caía como gruesa lluvia de azúcar sobre mi lengua cuando entró mi madre preguntando si todo estaba en orden. Tuve que tragar a la abuela de golpe para contestarle que todo estaba bien. Los granos eran filosos y me rasparon la garganta como si tuviera anginas rojas.

No pasó gran cosa ese día. Volví a pelearme con Justo por tonterías, (algunas costumbres son difíciles de modificar), y me quedé en la cocina preparando los scons de mi madre toda la tarde.

Podría decirse que el mundo no había cambiado.

Sin embargo desde esa noche, durante la cena, papá me mira como si se hubiera dado cuenta.

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