30 de septiembre de 2016

Son cuarenta años. Y junto a ellos han quedado treinta mil historias para contar, treinta mil agujeros en la vida de mucha más gente todavía. Son treinta mil ausencias presentes, treinta mil nombres propios en carpetas, en archivos, en documentos que se han ido destiñendo lentamente mientras otros fueron renovándose, agregando en los espacios correspondientes los nombres de cónyuges, hijos y de todo aquello que le puede pasar a una persona en cuarenta años.

Porque ya son cuarenta años. Cuarenta años sosteniendo la memoria, remendando sus débiles costuras, combatiendo la perversidad de los miserables que todavía atentan contra el derecho a, por lo menos, sostenerla, a recordar que se nos han pasado cuarenta años y el pescado sigue sin venderse y cada vez huele más a podrido. Cuarenta años revolviendo los cajones buscando gestos, marcas, restos de quienes hace cuarenta años que ya no están. Cuarenta años preguntando a sus amigos y familiares, tratando de construir con recuerdos lo que no pudimos vivir junto a ellos en estos cuarenta años.

Y la verdad es que ellos han hecho más por nosotros en estos cuarenta años que lo que nosotros hemos podido hacer por ellos. Y digo nosotros que no hemos podido, por no hablar de esos otros que no han querido, que han preferido (y todavía prefieren) desentenderse del tema, no entrar en esta discusión y quedárnosla debiendo para que no se les note tanto la sonrisa cínica que les ha dado la impunidad. Esos otros no quieren que pasemos otros cuarenta años hablando de ellos, de los nuestros, mostrando sus fotos, reclamando sus cuerpos, brindando en sus nombres, riéndonos con sus recuerdos, buscando a sus hijos. Así es, buscando como nosotros buscamos los seis meses secuestrados que sobrevivieron hasta convertirse en una persona que hoy tiene casi cuarenta años y que todavía no sabe que su verdadero apellido no es el que figura en su documento; que sus rasgos son, en realidad, la combinación prodigiosa de la genética de aquel morocho rebelde y aquella hermosa luchadora.

Es que cuarenta años no se cumplen todos los días, y cuando esta persona también cumpla cuarenta años en unos pocos meses, nosotros, los que no sabemos su paradero pero sabemos quién es él o ella en realidad, nos prepararemos para desearle feliz cumpleaños como lo hacemos desde hace cuarenta años. Porque por más que no nos hayamos visto nunca las caras nos gusta hablar de él o ella, imaginar el color de sus ojos, el contorno de su boca y todo aquello que después de cuarenta años uno empieza a construir con las facciones de quienes hemos quedado. Y claro, también de quienes ya se han ido. Porque en cuarenta años la gente también se muere.

Entonces hoy, cuarenta años después, y como cada 30 de septiembre, Jorge y Gabi vuelven aun más vivos, dejan por un rato la lista de desaparecidos y aparecen tomados de la mano, preguntando si aunque sea sirvió de algo, si cuarenta años han sido suficientes para saber la verdad y hacer justicia. Ellos vuelven y nos miran a todos desde las gradas de la memoria. Y nosotros, apenas pudiendo contener las lágrimas, los miramos a ellos con nostalgia y los saludamos con una sonrisa, con un estúpido orgullo que en realidad no sirve para ocultar que no, que no han sido fáciles estos cuarenta años, que todavía hoy, cuarenta años después, hay que desenterrarlos cada tanto y mostrar la herida en carne viva, abierta y sangrante. Todavía hay que ir a la plaza y marchar y combatir el mismo veneno que sigue corriendo por las venas abiertas de estas tierras del sur. Todavía hoy hay que seguir gritando ¡presentes! como un antídoto contra el olvido que proponen quienes intentan hacerlos desaparecer otra vez.

Y uno se pregunta: ¿es que no alcanzó con estos cuarenta años, con la noche oscura y la capucha y las patadas y la tortura y las balas y los vuelos y la muerte? ¿No es suficiente con que, quien aguardaba en el vientre, cumpla otra vez años sin saber quién es en realidad, sin haberse podido reencontrar con su verdadera identidad, con la de sus verdaderos padres que todavía lo o la esperan en un archivo desteñido para llenar un espacio vacío?

Sucedió el 30 de septiembre de 1976 y han pasado ya cuarenta años. Él tenía veintisiete, ella apenas veinte y seis meses de embarazo. Y yo les debo confesar que no, que cuarenta años parece que no alcanzaron.

En memoria de Jorge O. Repetur y Gabriela Carriquiriborde. Secuestrados en la ciudad de La Plata, Argentina, por fuerzas del terrorismo de estado, el 30 de septiembre de 1976, vistos con vida por última vez en febrero de 1977 en el centro clandestino de detención “Pozo de Banfield”.
Sus silencios todavía viven en la identidad secuestrada y oculta de su hijo o hija a quien yo y otros buscamos y esperamos abrazar un día. Sus palabras viven y vivirán en la memoria de todos los que perseguimos verdad y justicia.

RR

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