La diferencia entre la realidad y la ficción es que en la primera se nos escapan los detalles que la hacen consecuente mientras que en la última todo debe ser consecuente de principio a fin para conformar una historia creíble.
Mi historia empieza con el ensordecedor ruido del chorro de agua de una vieja cisterna resbalando sobre mi cuerpo neo-nato al tiempo que unas gigantescas manos me salvan de si no una muerte segura, si un buen calvario encajada en el agujero hacia el desagüe. Un inicio que no presagiaba una vida convencional.
Aunque los servicios sociales se hicieron cargo de mí y pasé la mayor parte de mi vida entre casas de acogida y el Hogar para niños de la ciudad nunca perdí el contacto con mi madre y mis hermanos. Disfruté de sus visitas en él con cierta periodicidad pausada por sus constantes reingresos forzados en el psiquiátrico donde decían tratarla de una depresión severa invalidante para la vida diaria, aunque tras cada ingreso yo la veía más vacía y con la mirada más fría y perdida. Años más tarde me explicó que en sus internamientos la ataban varios días, la atiborraban a relajantes y cuando ya no disponía de fuerzas ni para tragarse la baba y ésta resbalaba a su antojo por sus labios agrietados, con la boca torcida y la mente nublada por los fármacos la conducían hasta el despacho de la psiquiatra, quien con forzada condescendencia infantilizada le preguntaba por su estado y tras una entrevista de cinco minutos aumentaba su dosis de fármacos o aconsejaba que la sacaran al patio, en cuyo caso se veía forzada a hacer ejercicio con las pocas energías que le quedaban entre internos que la miraban lascivamente, se bajaban los pantalones o le escupían.
Entre un ingreso y otro mis hermanos pasaban la mayor parte del tiempo con ella. Dani era un adolescente tímido que ocultaba un pecho bastante desarrollado para su género tras anchas camisetas y su confusión sexual tras una apariencia gótica que le preservaba de juicios ajenos y que le permitía sentirse cómodo pintándose los ojos.
Mi hermana Jana se había convertido en una coleccionista de aventuras por una clara desconfianza y un absoluto rechazo hacia el sexo masculino, reafirmando en una conducta libertina un feminismo mal entendido ataviado de vulgaridad y mal gusto.
Ellos convivieron con mi madre, que a pesar de sus dificultades compatibilizaba dos trabajos mal pagados para sacarlos adelante hasta que se le ocurrió pedir ayuda a los servicios sociales. Dado que pasaban la mayor parte del tiempo solos también fueron a parar al Centro en contra de su voluntad. Mi madre dejó el trabajo y su desconfianza se tornó sociopatía.
Finalmente, yo conviví con varias familias y abandoné el centro para estudiar Trabajo Social mientras servía copas en un bar. Para finalizar mi trabajo de fin de curso sobre exclusión social decidí buscar a mi madre que entonces vivía en la calle y tras despojarme de todas mis pertenencias compartir la experiencia en primera persona junto a ella porque no puede entenderse lo que no se vive y porque como dijo Josh Billings el problema de la mayoría de la gente no es tanto la ignorancia como saber tantas cosas que no son.
Y allí estaba yo, aquella calurosa tarde de julio, sentada en un desvencijado sofá reciclado del contenedor junto a un par de colchones destartalados, rodeada de bolsas, abalorios y mugre bajo los arcos de piedra de la fachada del antiguo y abandonado ayuntamiento, con la triste compañía de una mujer rota, de ojos perdidos, movimientos pausados y recuerdos olvidados, mi madre, y la de un hombre tosco y grande, su compañero de camino, que la mayor parte del tiempo dormía mientras simulaba hacer guardia en su improvisado hogar para que nadie nos robara las escasas pertenencias de que disponíamos. Nunca llegué a averiguar si primero llegó a la calle y luego enloqueció o fue a la inversa.
Mientras él vigilaba, porque la calle es dura y la ética se rige por los parámetros del hambre y la supervivencia, nosotras revisábamos con una estudiada frecuencias los alrededores y los contenedores en busca de nuevos tesoros para hacer más acogedor nuestro improvisado hogar, o conteniendo las náuseas a las que les había ganado la batalla el hambre revisábamos las sobras de los contenedores cercanos en busca de sobras rechazadas por los vecinos que nos rodeaban. Los mismos que se quejaban continuamente de nuestra presencia y que como sucedía periódicamente solicitaban nuestro desalojo, en un bucle sin fin. De un lado a otro, desalojados y realojados, denunciados, desahuciados de la vía pública.
– La calle es de todos- me atreví a gritar esta vez mientras el agente me obligaba a desalojar mi fuerte. A nuestro alrededor los niños intercambiaban risas maliciosas mientras las madres sonreían complacidas enfocando toda su ira interna hacia nuestra vulnerabilidad.
-¡Ya está bien! Mira cómo lo han dejado todo, y ese olor a orina. ¡Mean en la calle!
Ni que nos ofrecieran su inodoro, pensé para mis adentros. Era inútil luchar contra la ignorancia de saber tantas cosas que no son. Se me escapó una risilla mientras imaginaba como le pedía a alguno de estos amables espectadores que me prestase el baño.
-¿Y ahora de qué te ríes?- ¡Venga recoge rápido tus cosas!- me espetó el agente mientras me tiraba del brazo sin ningún miramiento.
Era la misma historia de siempre. Se trataba de limpiar la imagen de pobreza y miseria porque al fin y al cabo aquello que no se ve no existe y cuando algo molesta es mejor mirar para otra parte.
Lo peor de todo es que cualquiera de ellos podía acabar en la calle en algún momento como lo hizo mi madre con dos maletas y dos hijos, dando a luz a su tercer hijo en un baño público. Parecía que únicamente yo recordaba que también tuvimos una vida normalizada y quizás estuvimos al otro lado, observando… o tal vez increpando… quién sabe…
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