Mamá ha decidido morirse este año. Mamá es así, es muy suya, y toma decisiones importantes de hoy para mañana. Dice, que noventa y dos años es la edad perfecta para morir. No sé qué le habrá llevado a cambiar de idea, siempre ha mantenido que llegaría a cumplir cien años. Según mamá: el que come carne de grulla vive cien años, da igual la enfermedad que padezca o la vida, mala o buena, que lleve.

Esta mañana me ha llamado a su gabinete y me ha comunicado, de manera rotunda y clara, su última voluntad.

–Hijo mío –me ha dicho–, he tomado la decisión de morirme el día quince de diciembre.

Agosto no es mes para morirse. Cumpliré noventa y dos años el día treinta de agosto. Septiembre es un mes «chocantísimo». Están todos los amigos volviendo de las playas y no es oportuno, ni elegante, darles semejante disgusto antes de que se incorporen a sus quehaceres profesionales. Cuando los disgustos llegan nada más volver del veraneo, el año se hace larguísimo e insoportable. Octubre y noviembre, no me apetecen para nada y menos para un acto, tan importante, como es el de morirse. Así, que he decidido, que el mes ideal es diciembre, sin pasar de la segunda semana, claro está, pues nos meteríamos cerca de la navidad y no me parece correcto, ni ético, amargarles las navidades a mis amigos y familiares. Así que el día “D” perfectamente elegido por mí, será el quince de diciembre; día de San Fortunato y del mártir Baco, el Joven. Sabes, hijo mío, que todo lo referente a Baco y a la diosa Fortuna han sido siempre predilecciones mías. Desde este mismo instante me pongo en marcha para hacer los preparativos de mi entierro. Te prohíbo, terminantemente, que te opongas o impidas el desarrollo, natural, de los mismos.

Mamá está rarísima. Si sigue así, no tendré más remedio que llamar a tío Curro, es el único que de verdad la entiende. Aún queda tiempo, estamos a final de verano y puede cambiar de parecer en cualquier momento.

Lo de llamar a tío Curro será el último recurso. También podría llamar a tía Mimí. Lo que ocurre, con ésta opción, es que tía Mimí es más blanda que mamá. En las últimas diferencias que sostuvieron, mamá le arrancó el moño y la sacó arrastrando por la galería que da al patio trasero.

Mamá sigue obsesionada con lo del día quince, ya tiene todo casi organizado y aún faltan dos semanas para llegar al día fatídico de su defunción. Lo único que le falta es la lápida. Se ha empeñado en que sea de mármol de Carrara, con vetas, gris verdino.

Mamá quiere que le ayudemos a sufragar los gastos de su lápida, pero no lo ha conseguido, hay que tener en cuenta que, estamos inmersos en una profunda crisis económica.

Creo que a mamá le ha sentado muy mal que no le hayamos apoyado en lo de su lápida y ha redactado la siguiente inscripción, debajo de su nombre:

“Fue una excelente mujer”

Su querido hijo, sus hermanos, sus nietos, su amada nuera,

sus queridos sobrinos, sus parientes y amigos, no la olvidarán nunca.

“Sí, pero la lápida la pagué yo”.

La difunta.

No sé cómo se tomará esto la familia. Puede traernos problemas con los primos.

Hoy, diez de diciembre, mamá está con buen ánimo. El encargado de la funeraria le ha confirmado que ya tiene terminado su féretro. Consta de tres cajas: la primera, de maderas nobles, traída de Sudamérica. Tapizada en su interior, rellena de plumas, que es donde irá alojado su cuerpo. Forrando a ésta, irá otra de plomo, que quedará sellada cuando mamá esté en su interior, para así evitar las humedades. Siempre padeció de reuma. Y por último el ataúd que quedará visto a los ojos de los mortales; éste será de pino común. Eso sí, lacado a muñequilla.

Todo este capricho de mamá nos va a costar un ojo de la cara y no están las cosas para derroches.

No me atrevo decirle, a mamá, que voy a mandar a teñir uno de mis trajes para asistir a su sepelio, no quiero que me envíe a su sastra del pueblo. Me hace unos trajes horribles. Esa mujer nunca entendió la belleza de mi figura cubista, de estilo “Picassiano” y, me hace siempre una manga más larga que otra y una hombrera caída más de tres centímetros. El cuello bocón, y una arruga, que me cruza toda la espalda, del tamaño del diario “Marca” enrollado. En fin, un verdadero desastre. Cuando mamá le llama la atención siempre le contesta:

–¡Señora!, Fernandito está muy mal hecho.

Yo creo que mamá se lo soporta por que le cose muy barato, que si no, ya la hubiera despedido por descarada y fresca.

Estoy resuelto en llamar a tío Curro, sus métodos son un tanto primitivos, pero es el único que puede hacerla entrar en razón. Del último soplamocos que le dio, le arrancó la dentadura postiza que salió volando por la ventana del gabinete. Tuvimos que llevarla al dentista.

Lo terrible es llevar a mamá al dentista. Mamá no se comporta, como todas las personas, se recuesta de medio lado en el sillón, dejando la pierna derecha fuera, para poder avisar, si considera que tiene que parar, cuando le está manipulando en la boca. Y el resultado es, que le da unos puntapiés, fuertísimos, que le hacen polvo los tobillos al odontólogo.

La última vez, que lo visitamos, nos pidió que no volviésemos más. En la consulta anterior, mamá, le dió un codazo tan terrible que le partió dos costillas y el pobre hombre estuvo dos meses apartado de su clínica.

De todas formas, aunque volvamos a correr ese riesgo, voy a llamar a tío Curro para que venga a poner a mamá en orden y se olvide, de una vez por todas, de este capricho, insano, de morirse cuando ella quiera.

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