La bella y la bestia

La bella y la bestia

Miriam fue el hijo lógico, ese que se persigue cuando una pareja decide convertirse en familia y se le concede el beneficio de la fertilidad. No tardó demasiado en llegar, fue el resultado de un concienzudo trabajo de campo, utilizando el método de prueba y error, totalmente planificado. Después, mi madre pensó que tenía un quiste en un ovario. El quiste siguió creciendo, hasta que tuvieron que aceptar que era yo. Nací once meses después que mi hermana.

A fuerza de escucharlos, ya no sé si en mi mente vive el recuerdo o se ha instalado una falsa realidad alimentada de anécdotas parciales, vídeos oportunistas y fotografías desafortunadas. Durante años he sido cómplice cobarde y culpable del pecado de omisión, consintiendo y callando.

Perdonen que no me haya presentado, me llamo Macarena.

Lo peor es mi apodo. Una derivación del nombre que recibí de mis padres. Macarena, según reza en el certificado de nacimiento. Macarena, según obra en la partida de bautismo. Macarena, que, repetido con mi lengua de trapo, pasó a ser Cacarena. Llevo cargando con ello toda la vida.

No hay nada que desee o haya deseado, que antes no consiga o haya conseguido Miriam, aunque a mis padres mi rivalidad les haga gracia, forme parte de la pantomima.

En nuestra primera infancia, jugábamos juntas en el arenero de nuestra urbanización de clase media alta, en la zona noroeste de Madrid. Algunas veces íbamos con mi madre, casi siempre con la chica. A las tres horas, Miriam seguía impoluta, con su vestido de nido de abeja, sus leotardos de perlé y sus zapatos Merceditas. Idéntico atuendo al mío, al menos durante los primeros minutos, porque pasado un rato, de mi vestido las abejas levantaban el vuelo, negándose a vivir en tan insalubre colmena, mis leotardos tenían tomates en el trasero, y mis zapatitos eran de un color indefinible y estaban más cerca de ser Ramonas que Merceditas.

En nuestro exclusivo colegio, ella obtuvo siempre los mejores resultados. Su caligrafía era redonda, recta, homogénea, centrada en la hoja, de márgenes dibujados con tiralíneas, con la justa distancia entre los renglones, trazada con el único objetivo de poner en evidencia la mía, que, según el día, o incluso la hora, se inclinaba hacia la izquierda o la derecha sin criterio fijo, como movida por un fuerte viento racheado, sobre renglones que a ratos eran divergentes y otras veces, convergían. Mis letras, grandes como caballos percherones, sorprendidas en falta, menguaban sin criterio fijo, hasta la total insignificancia. Estuve haciendo cuadernos Rubio hasta los trece años, momento en que mis profesores, desalentados, buscaron otras posibles causas perdidas. Dolía ver el coloreado de sus dibujos siempre dentro de los límites. Me agredían sus sobresalientes, conseguidos sin aparente esfuerzo, frente a mis aprobados ramplones dejándome la piel en ello.

Por no hablar de sus amigas, conocidas en el colegio y en el barrio, como las divinas, envidia del modelo de raza aria propugnado en la primera mitad del siglo XX, y a las que solo pude acercarme las veces que ella tuvo que cargar conmigo. Finalmente opté por la soledad, ante la única alternativa de ser acogida por el grupo de las marginadas, el de las friquis.

Llegada la adolescencia, mi hermana creció proporcionalmente. Cada cosa en su sitio y en su medida, en el momento preciso, recreando, como todo en ella, la pura imagen del equilibrio. Yo crecí a trozos. Algún día amanecía con los brazos largos como los de un mono, colgando hasta las pantorrillas. Las piernas flacas como palillos denunciaban de forma escandalosa lo huesudo de mis rodillas. Mi tórax era ancho y plano como el pecho de un varón, como Castilla.

Y no hablemos de la ropa. La ropa bonita siempre ha parecido estar hecha a su medida, colgada con naturalidad en la perfecta percha de su cuerpo. La mía nunca se ha librado de sacar el bajo, ensanchar la cintura y estrechar el talle y la sisa. La armonía de sus proporciones, en mí se convierte en un triste remedo, una copia mala, un esperpento alto y desgarbado de su sombra.

Y no puede negarse que tiene clase, de esa que no se adquiere, con la que se nace. Aprendió a maquillarse como quien respira, un puro adorno superfluo, resaltando lo evidente. Yo paso horas ante el espejo y unas veces me queda cara de payaso y otras veces, de travesti. Finalmente, he optado por la excusa de la naturalidad, por la cara lavada, sin artificios.

En la universidad pudimos distanciarnos, le costó sacar su ingeniería. Yo estudié con mejores resultados una carrera de humanidades. Fue mi momento, pude superarla. Pero aun en esta situación, todos coincidieron en que ambas disciplinas no pueden compararse.

Y luego está el tema de los chicos, los hombres. Pasan por mi lado como si atravesasen un fantasma, sin más norte que el imán de su mirada. Si alguno después pone sus ojos en mí, le ignoro, porque pierden todo mi interés cuando ella los rechaza.

Miriam es el compendio de los mejores genes de mis padres, de los que se ha apoderado sin contemplaciones. Ella tiene cutis, yo cara. Yo tengo pelo, ella cabello. Ella canta, yo desafino. Yo camino, ella levita. Ella corre, yo doy zancadas. Yo tartamudeo, ella habla. Ella es rubia, yo morena. Yo tengo la piel oscura y llena de manchas, ella tiene una piel homogénea y dorada. Yo tengo ojos marrones, ella azules. Ella nació con estrella, yo estrellada. No lo soporto, no es justo.

A veces me recreo pensando en su muerte, pero una desaparición temprana conservaría su imagen intacta, atrapada en una gota de ámbar. Prefiero verla envejecer, deteriorarse, padecer alguna enfermedad degenerativa y degradante. Necesito verla sufrir, porque ella está en el mundo para evidenciar mis faltas.

Pero lo peor de todo, lo que me enerva, lo que me subleva, lo que no puedo superar, lo que nunca podré perdonar, es que la muy hija de puta me quiera.

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