INESPERADO REGRESO

INESPERADO REGRESO

Fran Nore

09/09/2017

En la casa las mujeres madrugaban a hacer oficios y manualidades.

Flor entraba a mi habitación a organizar los tendidos de la cama.

– ¿Cómo has pasado la noche? –Y sin esperar a que contestara seguía su discurso cantarino-. Ya sabes que todos en la casa estamos muy entusiasmados con tu regreso, te creíamos perdido por el mundo o muerto, después de tantos años sin verte… ¡Has cambiado un poco, yo misma diría que mucho! ¡Casi no te reconozco!

Los primeros días de mi regreso a la casa de mis primas, me sentía melancólico y desolado.

– ¡Pareces enfermo! -Aullaba Margarita, mi otra prima al verme por las ramadas del jardín.

Era un hombre fantasmal, con mi negra, larga y descuidada capa sobre los hombros, mis ojos pequeños y puntiagudos, respirando a veces con dificultad. En enhorabuena había regresado con vida a la casa de mis primas, y esto era motivo de agradecimiento a Dios.

Por la casa de mis primas Flor, Dalia y Margarita, se podían oler seductores perfumes de azucenas cristalinas.

Afuera, la lluvia que traía el crepúsculo de la mañana entraba a habitar con su liquidez la alegre estampa de la casa.

– ¿A dónde iré? –Me preguntaba sin atinar a moverme, como paralizado, con el rostro pálido, queriendo balbucir algo más.

– ¿Por qué estoy acá? ¡No, no puede ser!

Daba mengua a la locura de mi regreso a este lugar hechizado, sumergido en un charco de desecantes lágrimas, conturbado ante aquella extraña desolación que me abordaba.

Mi presencia aquí era tan imprecisa.

Dentro de la casa de mis alegres y trabajadoras primas se concentraban extrañas sombras de lodo, en las riberas del río espantaba la corriente un magro silencio y ululaba el viento peregrino con su vozarrón de chacal.

En un tiempo atrás estuve reducido a la fatalidad, las cosas aún no habían cambiado, pero tendría que esperar una nueva oportunidad de surgir como un hombre digno y honesto.

La tarde con sus grisáceos tentáculos me envolvió con su brisa.

La vieja casa de mis primas entre las montañas me salvaba de mis perseguidores.

Un pájaro de mal agüero emitía cantos en el alto tejado de la casa.

Entre grandes zancadas desviaba mis pasos a la habitación que me tenían siempre arreglada y aseada mis tres primas que ahora estaban por el cercano pueblo haciendo compras domésticas.

Me encontraba tan solo en el silencio bullente de la casa.

Pronto el anochecer, y la nueva noche devoraría mi sombra penitente.

Trataba siempre de huir, era necesario que huyera, de mí, de mi pasado, de mis verdugos. Y esas tentativas de huir me producían un terrible malestar, incluso cuando me sentía observado por mis primas, a veces grises como la niebla, avivado por la chispa del desasosiego.

Ahora era solamente un espectro vigilante que perdía las horas.

En la penumbra solana de la alcoba invadida de profundas marañas de moho, observaba durante intensos lapsos de tiempo cómo el viento con sus soplos aéreos mecía las ramas de los árboles de hilo. Pero como me aburría solo regresaba a lo habitual y usual: caminar por los alrededores mientras aparecían mis primas de las compras en el mercado.

Estaba apesadumbrado en el desliz de las horas.

Cuando estaba poblado de las escuálidas sombras de mi pasado, cual reflejo parapetado a los cuatro muros de mi habitación, se agigantaban mis delirios.

– ¡El primo llegó muy enfermo! –Decía Flor.

– ¡Habrá que cuidarlo mucho! –Exclamaba Dalia.

– ¡Preparémosle sopa de verduras! -Consideraba Margarita.

En los bosques cortaba la leña para el fogón, recogía los frutos de los árboles, de los mandarinos y los limoneros, picado de hierba y por mosquitos.

Pasadas las horas, me sentaba bajo las sombras de los sauces del río, presentía que mis primas me espiaban con el gris profundo de sus dilatados ojos de anacoretas difusas.

El calor de deseos inconclusos sudaba por mi cuerpo, la vida me era demasiado extraña aún, pensaba que era solamente un loco fugitivo puesto como una decoración en la mampostería de la casa de mis primas, pero luego entendía que era el toque de la sangre de la naturaleza de mi espíritu indomable que me conectaba con la intensa lucha que libran los sentidos.

Preso de una soporosa fiebre, me refugiaba en la alcoba oliente a soledad, presto a iluminar la penumbra con la temblorosa luz de una vela.

Ensombrecido, decidí volver a partir.

Sabía que no tenía a dónde ir, que no podía regresar a mi pueblo natal al seno de mi familia.

Había sido una larga y penosa travesía por las montañas para ampararme en la casa de mis primas.

A la víspera de un nuevo amanecer me dispuse a empacar mi maleta y a cargar mi equipaje para partir hacia lo insondable.

Sabía que escapaba, que huía nuevamente al abandonar la casa de mis primas, y seguir el viaje entre las montañas, empujado por la desconsolada errancia.

Me abrazaba fuertemente a esta felicidad forzada de viajar.

Sentía el olor que emanaba la prontitud del amanecer, y me resistía a quedarme confinado en aquel lazareto familiar.

Ese amanecer, el claro horizonte invitaba a cruzar lo inimaginable.

Me causaba una fuerte impresión irme de nuevo. Aquí me sentía protegido, lejos de mis perseguidores, pues aunque no quería irme, tampoco podía quedarme, retraído y abrumado, vagando como alma en pena, amparado por la generosidad de mis primas, y siempre acosado acaso por un sueño súbito y macabro que me causaba tanto miedo, hasta la laxitud.

Pero ya estaba dispuesto a irme de la casa, esa mañana calurosa, y partir sin importar lo que pasara.

Me descubrió Flor saliendo con la maleta.

– ¿Qué haces? ¿Te vas de nuevo?

– Sí.

– ¿Te sientes mejor?

– No.

– No creo que vuelvas… ya…

– No volveré… Sólo quiero darte las gracias a ti y a tus hermanas, por tenerme acá todos estos días…

Nos abrazamos fuertemente.

Arrastré mi maleta y partí.

En el cielo se formaba un cono lejano de luz.

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