Termino de arar la tierra y oigo rumiar a los bueyes, tomo un poco de café. Me siento a un lado de mi casa de adobe y miro el campo. Los pirules, los magueyes, los nopales y las biznagas me miran con respeto sabiendo que su presencia debería ser una amenaza para el cultivo. Me dicen que es inútil mi esfuerzo, que aquí no crecerá nada y mis milpas tienen la vida contada. No es así, les contesto. Por milenios nos hemos sobrepuesto a las adversidades y nuestro espíritu curtido por el infortunio es férreo, inquebrantable. Entonces oigo su frase: “Que se eduque al hijo del pordiosero y del barrendero como al hijo del más rico tendero” — que repetía siempre — y aparecen las imágenes del álbum de sus recuerdos.

Las fotografías de su infancia la muestran rodeada de conchas, flores y caracoles. En muchas, está jugando a la cocinera frente a un anafe, respira el vapor de la olla que cuece el maíz mostrando su perfil de cobre y le da vuelta a las tortillas mezcladas con huitlacoche con sus finas manos de yemas intrépidas. Oye con atención lo que le cuenta Xochipilli, su nana, y se deja encantar por el sonido de la voz del caracol y los silbidos del viento que le traen la brisa del mar, acompañadas de latidos de tambores. Sus primeros años son de celebración, fiesta de pétalos de luna, no le teme a la muerte porque la considera un imperio de otro mundo, un lugar donde los hombres nos convertimos en dioses.

Luego en la pubertad abandona su seno materno para entrar en sociedad. Se aprende los versos de Sor Juana y mira desde la costa los barcos que se alejan y algún día la llevarán a conocer otro continente. Ha recortado sus trenzas y cambiado su túnica de percal, con sus sueños zurcidos de hilo de oro, por un ampón vestido engarzado de piedras preciosas. Lleva el pelo recogido y se mira en un gran espejo, baila polcas en un gran salón de enorme candil. Los caballeros la rodean, ella no sabe a quién elegir, la acosan todos con su cortejo y le ofrecen castillos y palacios del medievo. Su corazón mira hacía los valles áridos donde está su casa y desea un hombre fuerte, curtidos como los guerreros del pasado, pero el cuerpo es débil y la vence el deseo. Las caricias de un hombre barbado de ojo azul la elevan por los cielos. Se le entrega y se queda preñada de ilusión. Comienzan a nacer sus hijos. Todos los vástagos llevan sangre de Tenochtitlan revuelta con balines de arcabuz. El abolengo y la fe cristiana son herencia del monárquico progenitor. Los querubines de bronce la aman y se arrullan en sus brazos en los momentos de dolor y tormenta, también hay engendros malditos, son los traidores que, olvidándose de su compromiso con el amor puro e incondicional, la traicionan por la espalda. La tratan de ramera y la sobajan. Hay retratos en los que intento ser su hijo más querido, la separo de la opresión de mi padre. Le consuelo mitigándole las llagas que le han sacado mis hermanos traidores. Los vende patrias que la quieren humillar se emborrachan robándole lo poco que logra ahorrar.

En los últimos impresos le llega la separación. Se pone más bella después de la separación. Llora sin lágrimas y recuerda las noches de satisfacción en las que alimentó con sus imbuidos y nobles pechos a los hijos que la habrían de traicionar. La comienzan a perseguir los hombres ricos que ven en ella una buena concubina. La invitan a las fiestas y le hurgan la entrepierna en las grandes comilonas, la embriagan con bellas promesas y, a la fuerza, la desnudan en lujosas alcobas. Siempre regresa de madrugada con las medias rotas y la cara manchada por el rímel. Su peinado es una maraña y su olor a tabaco y bebidas extranjeras le ha puesto el cuerpo bofo. Mis hermanas la comprenden me instigan a recriminar a mis hermanos por haberla dejado caer tan bajo. La libero de su vicio con mis buenos actos. Me enfrento a todos esos burguesillos presumidos recordándoles que ella tiene quien la defienda. Los echo de nuestra casa y sé que pronto volverán armados para despojarnos de lo poco que nos ha quedado.

Logro mantenerlos a raya y la incertidumbre comienza a endurecerle el carácter y a emblandecerle el cuerpo. Se viste con recato, tiene presencia y el haber superado las humillaciones la hace más valiosa. Llegan mis hermanos buitres tratando de despojarla exigiéndole su herencia. Ella no tiene preferencias, sus hijos todos son amados, no se fija en los traidores, ni en los mentirosos, ni en los que le calientan la cabeza para volver su ira a los otros. Les habla a todos con bondad y luego se refugia de nuevo en sus labores hogareños. El futuro no es luminoso porque se han infiltrado en la casa los crueles, los que han cambiado el amor maternal por el dinero y la violencia. A la hora de sentarse a la mesa para comer ponen su cara de cínicos y cuando ella les pregunta si no tienen miedo de condenarse por matar a sus hermanos menean la cabeza y se ríen como hienas. Sacan una estampa con una calaca disfrazada de madrastra y dicen que ella los protegerá. Es entonces, cuando después de medio comer y descansar, les pongo de nuevo el arado a las bestias, cojo con fuerza la mancera y la reja comienza a hacer el surco donde crecerá el fruto que alimente a mi madre y le dé lo que los demás le han arrebatado. Es duro el trabajo e interminable, pero se ve la luz en la línea del horizonte. Hay una esperanza y en cuanto se vayan los trúhanes y desaparezca la plaga negra, reverdecerán los valles y la tierra nos pertenecerá. El agua, el sol y la libertad nos harán una familia inseparable.

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